(Yo digo que) la vida no "hay que" vivirla
porque sí, por respirar, como animales...
que para eso es más humano morir.
Saturday 28 December 2013
Monday 16 December 2013
El sol sale por el Este
Palabras que se llevan olvidos
Soledades que caminan agrupadas
Sueños que se velan
Noches que se funden
Adioses precipitados
Un pájaro en la
ventana
y vuela
amanece por la derecha
ahora está el sol
anochece por la izquierda
Soledades que caminan agrupadas
Sueños que se velan
Noches que se funden
Adioses precipitados
Un pájaro en la
ventana
y vuela
amanece por la derecha
ahora está el sol
anochece por la izquierda
Wednesday 11 December 2013
La Grande Bellezza
La película me ha gustado. Tiene algo, mucho,
de “La Dolce Vita” y de Fellini en general. Tiene la belleza de Roma soleada
mientras se escuchan coros de voces femeninas (“I lie” de David Lang). Tiene
una melancólica y fluida reflexión sobre el paso del tiempo, la decadencia, la
alegría fingida, la nada.
Desvela el “bla-bla-blá” que nos envuelve
para esconder (hacernos olvidar) la levedad, el vacío, la crueldad de la
fragilidad de la vida. Que también se oculta, se cubre, con la belleza, con la
gran belleza de la ciudad, del mar, del cielo, de los cuerpos y de las miradas
nostálgicas.
A mí me ha emocionado a pesar de las
irrupciones de la música disco y de los gritos y de los grotescos cuerpos que
se bambolean luchando contra la decrepitud. O, en realidad, me ha gustado
también por eso, por esas escenas en contraste con la mirada serena y el paseo
reflexivo.
Vamos a morir pero antes “debemos” vivir
(pero,… ¿qué es vivir? ¿cómo se vive?).
¿Quién soy yo?”, se pregunta el protagonista
(como Bretón en “Nadja”).
El protagonista siente haber estado atrapado
en el torbellino de lo mundano, haber querido ser el rey de los mundano.
Haberlo sido.
Le gustaría, como dice que quiso Flaubert,
escribir una novela sobre la nada.
Y es a los sesenta y cinco años cuando se ve
con la lucidez para decirse que “no va a hacer nada que no quiera hacer”.
Es el viaje melancólico, encubierto bajo
riqueza, ostentación y hedonismo, de un “Ulises” derrotado que, gracias a su
lucidez para asumir el fracaso y la nada, parece victorioso.
Wednesday 20 November 2013
La muerte inimaginable
El final del camino (lo que nos espera al final del camino)es la muerte.
La muerte inimaginable, impensable. La nada.
No imagines un cuerpo tendido, en reposo.
No imagines oscuridad, ni silencio.
Lo más parecido puede ser la pérdida.
La pérdida de un amor.
La pérdida de un día, la pérdida de una hora,
de un instante.
El sol ocultándose hasta desaparecer tras las montañas de horizonte dejando colores que se oscurecen.
Tú, ¿tú?
Nada
La muerte inimaginable, impensable. La nada.
No imagines un cuerpo tendido, en reposo.
No imagines oscuridad, ni silencio.
Lo más parecido puede ser la pérdida.
La pérdida de un amor.
La pérdida de un día, la pérdida de una hora,
de un instante.
El sol ocultándose hasta desaparecer tras las montañas de horizonte dejando colores que se oscurecen.
Tú, ¿tú?
Nada
Sunday 10 November 2013
Mañana no estaré
Olvido el pasado, que por otro lado puede no
haber ocurrido jamás. Trabajo el presente con su aura de sentido común y
resignada felicidad. Sé que la única salida es la que me ofrecéis. No siempre
arrojo al retrete las medicinas, a veces las tomo y me calman. Pongo la
televisión. Me siento en frente. Ella no va a volver. Yo digo, tenéis razón,…
yo digo “gracias”, por el consejo, por abrirme los ojos una vez más. Ya los
tengo abiertos, gracias. Ella también dice que no va a volver, ella ya no es nosotros, es
vosotros. Yo estoy solo. ¿Estoy solo? Tengo los ojos abiertos, gracias. Me voy
cansando, en la televisión adivinos y adivinas y partidas de póker. Cabeceo,
tengo cortos periodos de sueño, me rehago, me recompongo, me recuesto, cambio
de canal. Me duelen la espalda y el cuello. Tengo que seguir despierto, lucho,…
horas y horas. Pero me voy durmiendo. Creemos que aunque nos equivoquemos
podremos rectificar. No siempre. Y el cielo se llena de nubes sucias y llueve
domingo o lunes o martes. Se me cierran los ojos. Me estoy durmiendo. Por la
noche ella viene. Y cuando me despierto ya ha desaparecido.
Seguramente todo es mucho más sencillo y fácil
y lo único que tengo que hacer es irme de aquí.
Quizás mañana.
Friday 8 November 2013
Todos queremos lo mejor para ella
Muy buena película. Destaca la actuación de la protagonista (actriz Nora Navas). Sobre la desorientación, la inadaptación y la incomprensión (sobretodo de los demás hacia ella pero también de ella al mundo). Es anecdótico que el desencadenante sea un gravísimo accidente de tráfico. Su desesperada huída conmueve. Huída hacia... ¿hacia? Es un suicidio vital, o sea un suicidio social en el que no se busca la muerte sino la vida. Es un suicidio por querer más vida. O quizás sea sólo una rabiosa y desesperada fuga animal, enferma, enajenada. Hay que escapar de la jaula de ternura, de la condescendencia, del afecto sedante,... no hay que dejarse mecer, hay que retorcerse ante la somnolencia, no dejarse arrullar, no dejarse adormecer,... no dejarse enterrar en vida.
Pero resulta grotescamente desequilibrada y fuera de lugar porque ha perdido el anclaje social y no tiene problemas (o no es capaz de verlos) en romper las amarras y dejarse ir rumbo hacia,...
¿Se cansarán los demás y la dejarán marchar hacia la marginación y la muerte solitaria?
¿La encerrarán también físicamente entre muros de medicación con amplios jardines de césped perfectamente regado y cortado?
Pero resulta grotescamente desequilibrada y fuera de lugar porque ha perdido el anclaje social y no tiene problemas (o no es capaz de verlos) en romper las amarras y dejarse ir rumbo hacia,...
¿Se cansarán los demás y la dejarán marchar hacia la marginación y la muerte solitaria?
¿La encerrarán también físicamente entre muros de medicación con amplios jardines de césped perfectamente regado y cortado?
Sunday 3 November 2013
La vie d'Àdele
Adèle tiene diecisiete años, va al instituto,
le gusta la literatura. Es guapa y sensual. Le gusta comer (pero no le gusta el
pescado). Gusta a los chicos, gusta a uno de los más guapos del instituto. Sale
con él, hacen el amor. No siente. Se cruza por la calle con una chica con el
pelo azul. Sueña que hacen el amor. Siente. Tiene amigas, hablan de chicos, de
sexo, de chicos, de sexo, de chicos,… Ella no escucha. La mirada ausente.
Besa a una chica. Siente. Una noche va a un
bar de ambiente con un amigo gay. Alguien, un desconocido, le dice: ama a quien
quieras, a quien te guste, qué importa el género. Sale del bar siguiendo a un
grupo de chicas que entran en un local de lesbianas. Pide una cerveza en la
barra y se le acerca la chica del pelo azul. Empiezan una relación de auténtico
amor (y, por tanto, sexo). Se encuentra, se realiza. Pero… no sólo “pero” el
rechazo social, no sólo “pero” los gritos de los idiotas. Eso no es nada. Eso
no duele, es sólo una lluvia superficial, aunque arrecie como granizo no duele,
no puede doler. Porque ella está en el amor y eso la hace fuerte para dejar
atrás las miradas avinagradas de odio que lloran pus. Ella está amando y siendo
amada.
Hacen el amor salvajemente, apasionadamente,
se acarician ferozmente, se lamen, se muerden, se devoran,… el mundo se reduce
a ellas, lo demás es un fondo difuso.
Pasa el tiempo. Àdele ya es profesora. Son
una pareja. Vive el ambiente de ella (que cuando se conocieron estudiaba bellas
artes y ahora ya es una artista rodeada de artistas, críticos y galeristas). De
hecho Àdele ha sido desde el principio su musa, desde el boceto inicial que
hizo de su rostro en el parque hasta los sensuales desnudos de cuerpo entero
llenos de admiración, pasión y deseo.
Pero ocurre que el amor homosexual (como el
amor heterosexual) (la verdad es que no entiendo estas etiquetas, creo que
directamente debemos hablar del “amor sexual”) aunque generalmente lo vemos
como más alegre, desinhibido, libre,… en realidad es tan duro, cruel y doloroso
como el amor “hetero”. La rutina devora a las parejas. Nos creemos que ese
cuerpo que duerme a nuestro lado estará siempre y llegamos incluso a engañarnos
pensando que no nos importará si desaparece. Y nos alejamos. Imperceptiblemente.
Como dos hojas (cuerpos) que flotan sobre aguas tranquilas y que lentamente se
van separando. Y ese adiós ralentizado puede ser definitivo porque surjan otras
vidas (personas) y todo se acabe en un fundido a negro. Y hay que vivir y hacer
como que se ama, como si se pudiese amar dos veces.
Quedan los recuerdos y una que busca más que
la otra. Y puede que cuando decides volver ya no exista tal lugar.
En un banco de un parque es donde empezaron
los primeros besos, el primer boceto de su rostro. Y Àdele vuelve y se sienta
en soledad.
La película me ha gustado especialmente por
lo bien que se describe la evolución psicológica del personaje de Àdele
(interpretado por Àdele Exarchopoulos, la chica del pelo azul es interpretada
por Lea Seydoux). La manera en la que se muestra su aprendizaje vital hasta que
termina con una plano de ella caminando por la calle, de espaldas, yéndose sola
con sus pensamientos, con su tristeza.
(Dirigida por ABDELLATIF KECHICHE)
(Es una adaptación de la novela gráfica “LE
BLEU EST UNE COULEUR CHAUDE” de JULIE MAROH)
Friday 1 November 2013
Friday 25 October 2013
¡Atenti, Nena, que el tiempo pasa!
Hoy, mientras
venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio,
ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En
todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse
saliva movía la “zabeca” como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba
todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la
interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria
que el acompañante.
Yo meditaba
broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el
Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía
nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía “in mente”:
-Nena, no te
hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían
Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré del tiempo espacio, porque
sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que
ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:
“No lo
desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.
“El tiempo,
esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con
patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que
dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de
cesante.
“¡Atenti,
piba, que los siglos corren!
“Cierto es
que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los
“tegobitos” como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar
contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión
sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas,
más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le
ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer
decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría
euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías… ¡Atenti, nena,
que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día
desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.
“Te adivino
el pensamiento, percalera. Es éste: ‘Puede venir otro mejor’…
“Cierto… Pero
pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber
lo que compran para batir después que no les gusta, ¡qué diablo! Recordate que
ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los
puestos de los turcos bien claro lo dice: ‘Se prohíbe tocar la carne’, pero que
esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que
muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro
nacional.
“¿Que el
hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va
a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara,
sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo
cuidadoso del laburo… por los ascensos que puede tener… en fin… por muchas
cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día
merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un
zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan…”
Así iba yo
pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la
acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras
durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que
también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta
sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué
diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea
involuntaria.
En Caballito,
la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera
esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se
miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita motorman
arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras ella
digitaleaba en el espacio como si se alejara en un “piccolo navio”.
Y fijándome
en la pinta de la dama, nuevamente reflexioné:
-¡Atenti,
nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás
con prepotencia, pero no te ilusiones.
“Vienen años de miseria, de bronca, de
revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de
encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del
sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como
es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo.
Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan
las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una
mala pécora y una tía taimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo
no vuelve!…”
Aguafuertes porteños
ROBERTO ARLT
Saturday 19 October 2013
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo ocho, fin)
Lo verdaderamente difícil es
hacer aquello que la gente que te rodea, y a la que amas, quiere que hagas sin que ellos te lo
digan.
Hay que intuir, hay que
anticiparse, no se puede bajar la guardia. Bastan un par de omisiones o de
despistes para que alguien se rompa a tu lado y te cause una herida profunda y
permanente.
Hay que escuchar y hay que
mirar pero ni siquiera con eso basta, hay que sentir con los otros.
Es necesario salir de uno
mismo y entrar en ellos, hay que ser el otro, hay que anticiparse, hay que
ofrecerse y, en ocasiones, insistir porque los silencios y las negaciones
tímidas, susurros de noes, o incluso los noes rotundos pueden esconder
peticiones encubiertas, súplicas que no pueden ser dichas pero que esperan ser
atendidas.
. . .
Al final se fue volando a ese sitio al que yo
no lograba entrar.
fin
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo siete)
A la mañana siguiente, como
siempre, me desperté primero y la desperté para meterle algo de mi entusiasmo
por ver sitios, por saltar a la calle, por huir de la angustia que me produce
el sueño, tan parecido a la muerte. Pero esta vez ella estaba verdaderamente
cansada, le dolía todo el cuerpo. Me dijo que aún no se le había pasado lo del
día anterior y sólo se levantó para ir al servicio. Cuando salió yo ya estaba
vestido y sobón y pelma y nervioso y ella apenas conseguía zafarse de mis
abrazos y de mis preguntas. Al final alcanzó la cama y me dijo que necesitaba
dormir un poco más, que me fuera yo a desayunar y que después volviera a
buscarla. Además, me dijo, que tal y como se encontraba no iba a ser capaz de
tomar nada.
Baje a la calle y me senté
en un café, en una de esas terrazas callejeras que en París persisten en invierno
calentadas por enormes calefactores. Bajé con uno de mis cuadernos de hojas
lisas envuelto en la funda de cuero que N me regaló. Mi intención era escribir
mientras tomaba un café americano y un croissant. Como siempre en vez de
escribir estuve todo el tiempo mirando a los transeúntes y a las personas que
como yo permanecían sentadas mirando hacia la calle, auténticos voyeurs parapetados tras la
pobre excusa de un café o un té.
No me di cuenta cuando ella
se me acerco, para cuando la vi ya estaba a mi lado. Me dijo, con una de esas
voces enronquecidas por el tabaco, “yo también escribo”. Mi francés, a pesar de
tantos años de clases en la enseñanza obligatoria y de tantas horas en
academias particulares, y de tanto empeño que pongo a mi manera, es francamente
malo pero al menos me sirve para poder leer a Sartre, a Camus, a Baudelair, a
Raimbau,… en el idioma en el que escribieron, así me consuelo. Sin embargo, sí
fui capaz de entender esa inquietante frase que aquella voz tan rota, tan
áspera, dejó caer sobre mí.
Mientras lo decía
desapareció y apenas puede darme cuenta de que era la persistente mujer
vagabunda. Junto a mí quedo un paquete envuelto en papel de estraza que
resultaron ser unos cincuenta folios escritos a mano por las dos caras en los
que se contenía una historia titulada “Creación de una soledad”.
Inmediatamente empecé a
leerlo y las palabras me fueron atrapando llevándome a un estado de
concentración tal que cuando volví el último folio y traté de regresar a esa
realidad de tintineo de cucharillas, de desagradables gruñidos de la máquina
cafetera y de zumbido de conversaciones, me dolían los oídos.
Era la mujer, aquella mujer
del puente, de tantos sitios. Ahora se confirmaba que nos había estado
siguiendo. Y yo acababa de leer por qué, qué es lo que quería decir.
El texto contaba la historia
de la desaparición de un niño desde un punto de vista, el de ella. Si era
ficción era buena, si era un testimonio era enajenación mental. Si era cierto
era tan triste como para perder la vida y marginarse y vagabundear de dolor (si
no se es capaz de matarse). Si era falso y la historia era otra, era más
normal, era, por ejemplo, una muerte accidental del niño, su hijo, que ella no
había sido capaz de asumir y se había ido deshaciendo en el dolor de la ausencia,…
Si era, digo, falsa la historia, si no había una conspiración, si no había unos
extraterrestres con una secta de científicos en la tierra que le habían
secuestrado y que lo mantenían igual que hace treinta años… Si no estaba en un
estado entre la vida y la muerte, fantasmal, sólo visible para su madre y para
ciertas personas especialmente sensibles a lo no posible, a lo paranormal. Si…
qué más da, el dolor, la desolación, la destrucción de una vida,… las lágrimas
que quedaban en el papel convertidas en borrones de tinta, sí que eran reales.
Cuando subí a la habitación
y N ya estaba mejor y se estaba arreglando e iba a empezar otro día de paseos y
museos, no le dije nada porque no lo iba a entender o no le iba a interesar. Porque
la realidad ya se la estaba empezando a comer.
Friday 18 October 2013
La herida
No pasa nada. Una mujer, una joven,
una chica. Vive con su madre. Trabaja en una ambulancia. Tiene novio, discute
con él. Chatea con un desconocido. Es amable y sonríe. Le preocupan los demás.
Siente el dolor ajeno. Hace chistes, ríe. Bebe, canta y baila. No pasa nada, la
película se acaba.
¿No pasa nada? Lo que pasa ocurre
dentro de ella, en su mente. Lo entiendo perfectamente. Hay que haberse
apretado la cabeza muy muy fuerte con las dos manos, hay que haber dado
puñetazos a las puertas y a las paredes. Hay que haberse raspado los nudillos
contra muros de piedra. Hay que haber abrazado otro cuerpo con la desesperación
de un náufrago cogido a un tablón en el medio del frío y oscuro océano. Hay que
haberse sentido zarandeado por las emociones, incomprendido por todos. Sólo en
medio de la multitud. Hay que haber visto como unos labios se te acercaban y no
haber sentido el beso. Hay que haber conocido la nada. Hay que haber sentido la
necesidad de saltar. Hay que haber destrozado todo e inmediatamente haber añorado
no haberlo hecho. Hay que haber dilapidado las oportunidades. Hay que haber
asumido la soledad y la muerte. “Hay que” todo esto para entender esta
película.
Hay que ser una bomba y ser
consciente de ello y tener miedo de estallar en cualquier momento… y querer,
desear, necesitar estallar.
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo seis)
A la mañana siguiente nos levantamos pronto,
teniendo en cuenta que estábamos de vacaciones y que madrugar no es algo que
vaya con la forma de ser de N, y nos lanzamos a una nueva fría mañana parisina.
La temperatura tontea con los cero grados centígrados por lo que nos abrigamos
como para emprender una expedición a la Antártida. De todas formas ser de
nuestra ciudad ayuda mucho a enfrentarse a estos días helados más que fríos en
los que ni siquiera nieva y el cielo tiene un color gris blanquecino nada
recomendable para la rutina laboral pero mucho más llevaderos cuando lo único
que tienes que hacer es buscar un café en el que desayunar unos croissants y pasear con los ojos bien abiertos
disfrutando cada instante. Salimos del hotel y en la acera de enfrente tenemos
ese magnífico momento en el que decidimos, completamente a nuestro propio
albedrío, hacia donde ir. Qué diferencia comparado con esa forma atropellada de
salir de casa siempre tarde para llegar al trabajo y no poder descuidar ninguno
de los gestos tantas veces realizados con el fin de lograr fichar a tiempo. Nos decidimos por una calle situada
enfrente, a la izquierda, y comenzamos a descender por ella. Está muy
concurrida y a ambos lados hay puestos de venta de productos alimenticios. Yo
voy mirando hacia arriba por entre los edificios buscando las cúpulas del
Sagrado Corazón que es la principal visita que hemos pensado hacer hoy.
Mientras, N se acerca al tendero de un puesto de fruta y la pide cuatro
clementinas. La reacción de este señor, de rasgos físicos extraños, es pequeño,
calvo y bastante cabezón, es airada, de enfado, y N se queda completamente
contrariada en medio de la calle así que rápidamente intento bromear sobre lo
ocurrido para animarla y para que, además de sin mandarinas, no nos quedemos
también sin una mañana de vacaciones recién empezada.
El día se deja disfrutar en una sucesión de
descubrimientos continuos en la que las casas, las calles y los jardines son un
decorado y las demás personas son figurantes. Seguramente hay muchos vagabundos
y muchas mujeres solas pero no podemos verles porque estamos dentro de la
unidad que formamos como pareja.
La luz del cielo se atenúa y comienza el
patético esfuerzo de las farolas callejeras de tenue luz amarillenta por
iluminarnos.
Llega la noche y decidimos
disfrutarla. Por fin pruebo un bloody Mary y, como era de esperar en una bebida
que es fundamentalmente zumo de tomate, me gusta. Años después conocería a un
imbécil que me dijo que era una bebida de mujeres, uno de esos cretinos que en
su debilidad mental necesitan clasificar todo por, para, géneros (o sea,
alguien bien arraigado en la sociedad, no un antisocial como yo).
Hay dos noches, en realidad:
la que reconstruyo en mi mente soñadora y la que me traen los hechos recordados.
Lo cierto es que N no se sintió bien en ningún momento.
Cenamos en un pequeño
restaurante de paredes lisas, pintadas de blanco, y con vigas de madera vieja,
igual que las puertas y las ventanas. Un lugar acogedor, levemente iluminado
mediante pequeñas velas cuyas llamas oscilaban suavemente como la música chillout de fondo creando un
agradable ambiente. Esto, junto con la euforia que me produce estar en París y
con la ayuda de un excelente vino tinto francés, abrieron las compuertas a mi
pretendidamente lúcida verborrea sobre infinidad de temas que había ido
rumiando en mis soliloquios y que, como tantas otras veces, soltaba en brutal avalancha sobre el silencio
ausente de N.
Últimamente N está
preocupada porque cree que el vino le sienta mal así que apenas bebe un par de
sorbos para detener mi infantil insistencia en que no se podía perder un vino
tan bueno, en que debía paladearlo, en qué bien iba con esa carne tan sabrosa
cocinada con una agradable salsa dulce que resultaba sugerente y deliciosa
debido al contraste.
Al final algo, quizás el
vino, le sentó mal y todo el resto de la noche fue una negociación continua de
cada instante para ir alargando lo que para mí era una fantástica noche
parisina y para ella, creo, un calvario hasta llegar a la cama y poderse volver
hacia su lado y dormir concediéndome el privilegio de poderla abrazar por
detrás.
Saturday 28 September 2013
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cinco)
La majestuosa catedral de Notre Dame me ha
dado miedo desde la primera vez que la vi de cerca pudiendo sentir su
majestuosidad de profecía. En las fotos y postales, ceñida al espacio limitado
de las mismas, no parece tan peligrosa. Es como un luminoso tigre que avanza
dorado por el sol en el Serengueti hacia nosotros pero nosotros estamos
abrazados en el sillón de casa, sin embargo, allá desnudos como él, a su
nivel,... En el fondo, creo que sólo se trata de miedo a la realidad. En el
interior del templo se preparan para oficiar misa. Hay un coro de niños y nos
quedamos a escuchar sus voces fascinados por la espiritualidad que un edificio
así, aunque esté atestado de curiosos turistas, consigue transmitir. Como
siempre me debato entre mis ganas de escuchar a los niños y mis dudas sobre el
efecto que este momento está teniendo en N. La observo, la miro sin parar,
intento descifrar cada leve movimiento de su rostro buscando averiguar si está
bien o no. Me quiero adelantar a su entristecimiento, porque cuando ella cae en
la desesperación, en la desilusión, yo inmediatamente me abrazo fuerte a ella y
los dos nos hundimos. Partiendo de sus ojos recorro las trayectorias que lanza
para averiguar qué mira, y yo también lo miro. De vez en cuando le cojo la mano
para asegurarme de que no se despega del suelo y se va volando a ese sitio en
el que yo no logro entrar. Poco a poco vamos saliendo y de nuevo en la calle
seguimos nuestra exploración de este París prenavideño en el mercado de las
flores junto a Notre Dame. Como siempre hay muchas cosas que nos gustaría
comprar y que si fuéramos parisinos nos compraríamos pero nos separan muchos
kilómetros de viaje de nuestra casa. A ratos me siento de esta ciudad y no
vería ningún problema en despertarme mañana convertido en uno más de estas
miles de sombras que pasan a mi lado. Aunque tengo la tendencia de contar todo
lo que se me pasa por la cabeza a N, para llenar esos silencios que tanto me
angustian, no le he dicho, tampoco estoy seguro, que en le catedral me ha
parecido volver a ver a la mujer del puente. No se puede decir que sea raro,
estamos haciendo un recorrido más bien típico. Por eso tampoco es como para
extrañarse que ahora, en este mercado, también esté la señora del puente.
En la noche de París también corren a veces
destellos azules de coches de emergencias. De vez en cuando tengo la necesidad
de levantar la vista y buscar alrededor la silueta de la Torre Eiffel
sobresaliendo por encima de las casas. Es como cuando te entra la preocupación
de si te has olvidado algo o te has dejado encendida alguna luz en casa y no
tienes otra forma de salir del bloqueo que correr de vuelta a casa y
comprobarlo. Es como cuando de pequeño si llevaba un rato callado me entraba
angustia pensando que había perdido el habla y tenía que decir cualquier cosa
en voz alta. Esto dejaba perplejos a mis padres, a mis compañeros del colegio o
a mis profesores porque la mayoría de las veces no se me ocurría nada y tenía
que decir cualquier cosa.
Impone la monumentalidad de los edificios de
esta parte de la ciudad. Sobre todo a estas horas en que las calles están
prácticamente vacías y puede incluso llegar a parecer una ciudad normal con
casas en las que vive gente y árboles en los que orinan los perros.
Aprovechando nuestros silenciosos paseos como pareja de soledades podemos
fijarnos en las demás sombras que pisan estas calles que tantos otros han
atravesado o atravesarán. En teoría buscamos un sitio para cenar pero lo cierto
es que sólo estamos viviendo juntos este aire frío y estas gotas de tímida
lluvia que se agarran a las lentes de mis gafas.
Cuando por fin encontramos una pequeña y
pintoresca pizzería y entramos en ella, tengo la sensación de que en la esquina
de la calle está la mujer del puente pero puede que sólo sea una imaginación
mía. El que atiende el local, y que muy probablemente es su dueño, ha de ser
sin duda un entusiasta seguidor de Billy Holiday . Aunque está vestido con un
delantal blanco, sucio a juego con todo el local, luce un tupé, o más bien los
restos de uno, lo que unido a sus ojos claros, su cara ancha y su prominente
mandíbula recuerdan a la estrella francesa del rock and roll. La decoración del
local, unos cuantos viejos posters, confirma cuál es la preferencia musical de
este hombre. Afortunadamente, mientras esperamos a que nos prepare la pizza no
tenemos que contonearnos a ritmo de swing sino que escuchamos una agradable música
de jazz más próxima al blues. Me ha gustado un detalle que ha tenido cuando
hemos entrado, se ha ofendido porque no le hemos saludado directamente y ha
insistido en reclamar su saludo. Yo también doy mucha importancia a los saludos
ya sea en el trabajo, en los paseos por el monte, por la calle o en los bares.
Es como si las personas al saludarnos confirmásemos recíprocamente nuestro
respeto, nuestra importancia, nuestra existencia. Buenos días, bonjour, buenas noches. Nos
decimos no estás solo, aunque lo estemos. Es necesario que el espejo nos
devuelva alguna imagen para ser algo. No tendríamos otra manera de asegurarnos
de que no estamos muertos.
Ya tenemos las pizza y yo insisto en
esconderla en una bolsa por si nos llaman la atención en la recepción del
hotel. Nos despedimos de Billy y salimos a la solitaria avenida. Caminamos
rápido hacia el hotel porque hace frío. Creo que N no se ha fijado en la señora
que estaba sentada en las escaleras de un portal situado entre la pizzería y el
hotel.
Sunday 22 September 2013
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cuatro)
Al principio la verdad es que la señora no me
llamó la atención. Estaba como nosotros mirando hacia el Sena apoyada sobre la
barandilla del Pont Neuf, a nuestro lado. No sólo mirábamos el río, mirábamos
los demás puentes, mirábamos Notre Dame, mirábamos el Louvre, mirábamos los
barcos de turistas que el frío había prácticamente vaciado. Yo miraba más que
nada el agua y me fui dejando llevar por la visión hipnótica del fluir del
agua. Estaba en mis pensamientos, en mi recuerdos y en intentar saber qué
estaría pensando N. Los dos, uno al lado del otro, tan cercanos y tan alejados.
Me gustaría pensar que conectados de alguna manera. No sé qué, quizás la visión
del río, o ese momento de descanso apoyados en la barandilla, o la tristeza del
plomizo cielo parisino, le hizo a N recordar al niño del Louvre y empezamos a
hablar sobre él. No me di cuenta de que la señora permanecía a nuestro lado.
-
Estaba
pensando en el niño del Louvre, ¿crees que estaría solo?
-
No
sé, supongo que estarían por ahí sus padres o alguien pero podemos fantasear
con que estaba solo. Bueno, acompañado por la escultura aquella con la que
hablaba tan animando.
-
Pero
es rara la indiferencia de todos los que le rodeaban y como se fue, él solo con
su maleta.
Todo esto dicho sin mirarme, con la vista
fija en el agua. Yo sí que me volví hacia ella. Me sorprendió el tono, la
importancia, con la que dijo esas palabras. Y después me sorprendió, como
siempre, el silencio. Los silencios de N son demoledores, uno tiene la
seguridad de que significan mucho más que sus palabras y, lo que es más
angustioso, que ella siente que dice mucho más durante esos instantes eternos
en los que sus labios están juntos. Entonces hay que estar a la altura y ser
ese ser que ella en el fondo espera encontrar, un ser capaz de escucharla
nítidamente mientras calla. Yo intento parar la locura de mis ensoñaciones y
soliloquios para atravesar todas esas barreras invisibles que me separan de
ella. Pero la mayoría de las veces sólo siento la soledad y la lejanía y
empiezo a caer en una espiral blanca que rota lentamente sobre un fondo azul
que se oscurece. Como el cielo de París en esta tarde que se nos escapa de las
manos. Algún turista solitario nos saluda desde el barco mientras llena su
cabeza de los mismos recuerdos que nos llevamos todos de esta ciudad de
ciudades por la que yo paso, como por todas partes y como junto a todas las
personas, tangencialmente. El río fluye pero yo puedo convencerme de que es el
puente el que se mueve con estas tres figuras oscuras. Es como si fuésemos
pescadores que en vez de cañas lanzan miradas, miradas que sólo pueden ser
melancólicas. Es imposible no cuestionarse el tiempo y el espacio. Todo se
detiene y se asienta en algún lugar de la mente de quien lo ha saboreado o
visto u olido. O de quien ha sentido el dolor, u oído las palabras. Cuánta pena
puede haber en un niño alegre con un maletín rojo. Pero la vida tira de
nosotros y con uno de sus hilos levanta mi brazo que se posa en el hombro de N
y, antes de que yo pueda ser consciente de ello, ya le he dado un beso en la
mejilla y otro, avanzando hasta su boca, para poder ver su rostro y, obviando
algo que parece el inicio de una lágrima, que tanto pude haber hecho el viento
como la tristeza, le propongo que acabemos de atravesar el puente y sigamos.
Saturday 21 September 2013
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo tres)
Un niño solo en la sala de arte africano del
museo del Louvre de París. Una pareja, nosotros, que le espiamos. Sus
movimientos son muy graciosos, es como una caricatura de una persona mayor.
Viste con una alegre ropa verde y para colmo lleva un gracioso maletín de color
rojo brillante. Como mucho tendrá cinco años y habla entusiasmado con una
extraña escultura específicamente traída desde el corazón de África para
escuchar a este hombrecito rubio que cuando termina su conversación recoge su
maletín y se va. Yo aprovecho para acercarme más a N y abrazarla y para acercar
mi mejilla a la suya y disfrutar de este momento de complicidad en la mirada,
de esta evasión de este apabullante museo de muertos en el que la adormecida
masa multirracial se agolpa frente a un cuadro ridículo en su pequeñez y en la
sobriedad de sus colores que muestra, según dicen, una sonrisa enigmática. No
sé qué quieren decir, no sé qué fija el valor de los cuadros cuando este se
universaliza. Yo sólo entiendo las sensaciones individuales y mi recuerdo del
Louvre es el niño del maletín rojo. Mientras le observamos parece que somos los
únicos que le vemos y es inevitable para una mente enfermizamente fantasiosa
como la mía especular con la posibilidad de que en realidad no esté ahí, de que
sea un fantasma, de que sea realmente un espíritu entre esas esculturas que
probablemente tengan un sentido religioso. Inmediatamente me acuerdo de que no
es la primera vez que esto nos pasa. Recuerdo que en nuestra ciudad también
solía haber un señor mayor que siempre iba elegantemente trajeado y que solía
estar sentado solo en sitios extraños y junto al cual todo el mundo pasaba como
si no existiese. Me recreo unos instantes en esta ensoñación, después beso a N
y nos vamos del museo.
N por las calles de París parece realmente
contenta, fascinada ante cada nuevo hallazgo. Tan contenta ante un enorme café
con leche como ante la maraña de señoras que quieren hacerse con la mejor
prenda de entre un enorme montón de ropas en oferta. Enjambre de mujeres que
pelean la mejor prenda vigiladas por un enorme vigilante negro ridículo allí,
en vez de en la puerta de una discoteca o tras las espaldas de un político.
Feliz, lo mismo porque hemos encontrado un pequeño restaurante italiano
atendido por una copia exacta de Torrebruno como porque alguien ha encendido
por sorpresa la Torre Eiffel y ahora la recorren infinidad de destellos de
colores. Y es imposible no pensar que todo está por ella, para ella. Empieza a
llover y qué. No como allá que cuando empieza a llover es como si nos negasen
las horas de patio en la prisión.
Es evidente que una conspiración nos rodea,
hay varios escenarios montados por la ciudad, hay algunos grupos musicales
animando las calles, hay carteles similares por todos lados,... a la noche nos
enteramos de que se trata de un maratón televisivo para recaudar fondos para
alguna causa, no sé para qué, en Francia también se acerca la Navidad.
Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo dos)
Las personas decadentes son aquellas personas
que ya no son jóvenes pero que se comportan como si no fuesen conscientes de
ello. Hay personas decadentes incluso de veinte años de edad, sobretodo en las
escuelas de ingenieros, pero lo normal es que hayan alcanzado los treinta años.
Las personas decadentes pueden esgrimir en su favor que son producto de la
sociedad en la que vivimos que ha elevado la belleza juvenil a la categoría de
bien supremo. La cosmética y la moda, pero también los automóviles, la música,
etc. potencian, con un despliegue de marketing desmesurado, la idea de que la
eterna juventud es posible y son muchas las personas que lo creen fielmente y
que diferencian sin pudor una persona de sesenta años de hace treinta con una
que tiene esa edad hoy en día obviando la importancia fundamental de la
cosmética, y en ocasiones de la cirugía, en que hoy se crean más jóvenes.
Actualmente, la asunción serena del envejecimiento, del deterioro físico y de
la muerte es una excentricidad que muy pocos se permiten. Supongo que todo esto
fermentará en el interior de estas personas y que un día de golpe, tras un
proceso gradual no percibido por ellas,
se encontrarán frente a la realidad. Pero eso no pasa en público y menos
en la televisión. La angustia no está de moda, se reserva para las soledades,
para las terribles metáforas que son el paso del tiempo y la noche.
Tristezas, soledades, enfrentamiento de
tristezas, de vacíos, de nadas. ¿Cuántos días nublados más puede soportar un
hombre? Nunca deberíamos olvidar que caminamos solos aunque vayamos
entrelazados, nunca lo olvidamos. Las tristezas se complementan para crear una
tristeza total, completa, que no deja resquicios para la alegría. Si te ríes
mucho pronto te helarán esa sonrisa, no está bien ser tan feliz cuando avanza
marzo y el invierno sigue sin dar tregua. No tengo suficiente memoria para
acordarme del calor, del sol que quemaba, me dicen, de las nubes de mosquitos
junto al río, del olor de la primavera, de la sorpresiva visión de una araña o
del canto de fondo de los grillos al ritmo de la temperatura. Hace tiempo que
deje de mirar hacia la pantalla cuando voy al cine, ya he visto todas las
películas y en todas salgo yo. Donde no estoy es en el patio de butacas, entre
la gente. El silencio rodeando cada una de sus miradas, no de tristeza ni de
odio, sino miradas de nada. Una de esas veces en las que su rostro (el de ella)
se quedaba flotando en el aire y uno se olvidaba de su cuerpo y sólo veía esos
ojos tan duros, tan crueles, tan de “baja de donde crees que estás y reconoce
este horror, esta mediocridad, esta tristeza que me das y que otros sin duda me
podrían curar”. La culpa, la culpa de su tristeza y entonces la culpa de mi
agonía constante, de mi angustia, de mi ansia por ser más o por ser, por lo
menos, algo se difumina como si ya no fuese en absoluto importante, supeditada
a conseguir que ella sea feliz como si fuese mi responsabilidad como si la
mediocridad de su vida fuese por mí, por estar a mí lado. Qué más quisiera yo
que sacar mi estuche de témperas y pintar un enorme sol en el horizonte que caliente
este aire helado e ilumine esta oscuridad agazapada que miente sobre los
tamaños y los colores de los objetos. Que más quisiera yo que generar felicidad
y ser feliz yo mismo. Si por mi fuera incendiaría todo para que suba la
temperatura y desaparezca este plomizo cielo helado que nos hace andar
encogidos como haciendo reverencias a no sé sabe qué, como pidiendo perdón por
vivir o por haber sonreído desnudos en un lago una noche de verano. Y hasta da
miedo mentar el estío cuando lo que se impone es este hastío, esta pereza de
salir del calor de la cama para lanzarse al horror de la cara amoratada y de
las manos secas pasto de los sabañones. A veces me quedo durante unos minutos
mirándome en el espejo pero no consigo verme y, al final, aparto la mirada
horrorizado y me lanzo a pensar en planos y presupuestos y lo que debo y lo que
falta para el fin de semana. Cuánto daño me hace que ella no sea feliz y que yo
no tenga alas. Este tiene que ser mi último invierno en este gélido quemadero
de incienso a ritmo de campanadas que cuando se acaba el verano congela la vida
y se recrea en la muerte.
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