Saturday 28 December 2013

es más humano morir

(Yo digo que) la vida no "hay que" vivirla 
porque sí, por respirar, como animales... 
que para eso es más humano morir.

Monday 16 December 2013

El sol sale por el Este

Palabras que se llevan olvidos

Soledades que caminan agrupadas

Sueños que se velan

Noches que se funden

Adioses precipitados



       Un pájaro en la
                      ventana
                 y vuela
           


amanece por la derecha
  ahora está el sol
anochece por la izquierda

Wednesday 11 December 2013

La Grande Bellezza


La película me ha gustado. Tiene algo, mucho, de “La Dolce Vita” y de Fellini en general. Tiene la belleza de Roma soleada mientras se escuchan coros de voces femeninas (“I lie” de David Lang). Tiene una melancólica y fluida reflexión sobre el paso del tiempo, la decadencia, la alegría fingida, la nada.

Desvela el “bla-bla-blá” que nos envuelve para esconder (hacernos olvidar) la levedad, el vacío, la crueldad de la fragilidad de la vida. Que también se oculta, se cubre, con la belleza, con la gran belleza de la ciudad, del mar, del cielo, de los cuerpos y de las miradas nostálgicas.

A mí me ha emocionado a pesar de las irrupciones de la música disco y de los gritos y de los grotescos cuerpos que se bambolean luchando contra la decrepitud. O, en realidad, me ha gustado también por eso, por esas escenas en contraste con la mirada serena y el paseo reflexivo.

Vamos a morir pero antes “debemos” vivir (pero,… ¿qué es vivir? ¿cómo se vive?).
¿Quién soy yo?”, se pregunta el protagonista (como Bretón en “Nadja”).
El protagonista siente haber estado atrapado en el torbellino de lo mundano, haber querido ser el rey de los mundano. Haberlo sido.
Le gustaría, como dice que quiso Flaubert, escribir una novela sobre la nada.
Y es a los sesenta y cinco años cuando se ve con la lucidez para decirse que “no va a hacer nada que no quiera hacer”.

Es el viaje melancólico, encubierto bajo riqueza, ostentación y hedonismo, de un “Ulises” derrotado que, gracias a su lucidez para asumir el fracaso y la nada, parece victorioso.
















Wednesday 20 November 2013

La muerte inimaginable

El final del camino (lo que nos espera al final del camino)es la muerte.

La muerte inimaginable, impensable. La nada. 

No imagines un cuerpo tendido, en reposo.

No imagines oscuridad, ni silencio.

Lo más parecido puede ser la pérdida.

La pérdida de un amor.

La pérdida de un día, la pérdida de una hora,
de un instante.

El sol ocultándose hasta desaparecer tras las montañas de horizonte dejando colores que se oscurecen.

Tú, ¿tú?

Nada



Sunday 10 November 2013

Mañana no estaré


Olvido el pasado, que por otro lado puede no haber ocurrido jamás. Trabajo el presente con su aura de sentido común y resignada felicidad. Sé que la única salida es la que me ofrecéis. No siempre arrojo al retrete las medicinas, a veces las tomo y me calman. Pongo la televisión. Me siento en frente. Ella no va a volver. Yo digo, tenéis razón,… yo digo “gracias”, por el consejo, por abrirme los ojos una vez más. Ya los tengo abiertos, gracias. Ella también dice que no va a volver, ella ya no es nosotros, es vosotros. Yo estoy solo. ¿Estoy solo? Tengo los ojos abiertos, gracias. Me voy cansando, en la televisión adivinos y adivinas y partidas de póker. Cabeceo, tengo cortos periodos de sueño, me rehago, me recompongo, me recuesto, cambio de canal. Me duelen la espalda y el cuello. Tengo que seguir despierto, lucho,… horas y horas. Pero me voy durmiendo. Creemos que aunque nos equivoquemos podremos rectificar. No siempre. Y el cielo se llena de nubes sucias y llueve domingo o lunes o martes. Se me cierran los ojos. Me estoy durmiendo. Por la noche ella viene. Y cuando me despierto ya ha desaparecido.
Seguramente todo es mucho más sencillo y fácil y lo único que tengo que hacer es irme de aquí.
Quizás mañana.

Friday 8 November 2013

Todos queremos lo mejor para ella

Muy buena película. Destaca la actuación de la protagonista (actriz Nora Navas). Sobre la desorientación, la inadaptación y la incomprensión (sobretodo de los demás hacia ella pero también de ella al mundo). Es anecdótico que el desencadenante sea un gravísimo accidente de tráfico. Su desesperada huída conmueve. Huída hacia... ¿hacia? Es un suicidio vital, o sea un suicidio social en el que no se busca la muerte sino la vida. Es un suicidio por querer más vida. O quizás sea sólo una rabiosa y desesperada fuga animal, enferma, enajenada. Hay que escapar de la jaula de ternura, de la condescendencia, del afecto sedante,... no hay que dejarse mecer, hay que retorcerse ante la somnolencia, no dejarse arrullar, no dejarse adormecer,... no dejarse enterrar en vida.
Pero resulta grotescamente desequilibrada y fuera de lugar porque ha perdido el anclaje social y no tiene problemas (o no es capaz de verlos) en romper las amarras y dejarse ir rumbo hacia,...
¿Se cansarán los demás y la dejarán marchar hacia la marginación y la muerte solitaria?
¿La encerrarán también físicamente entre muros de medicación con amplios jardines de césped perfectamente regado y cortado?

Sunday 3 November 2013

La vie d'Àdele


Adèle tiene diecisiete años, va al instituto, le gusta la literatura. Es guapa y sensual. Le gusta comer (pero no le gusta el pescado). Gusta a los chicos, gusta a uno de los más guapos del instituto. Sale con él, hacen el amor. No siente. Se cruza por la calle con una chica con el pelo azul. Sueña que hacen el amor. Siente. Tiene amigas, hablan de chicos, de sexo, de chicos, de sexo, de chicos,… Ella no escucha. La mirada ausente.










Besa a una chica. Siente. Una noche va a un bar de ambiente con un amigo gay. Alguien, un desconocido, le dice: ama a quien quieras, a quien te guste, qué importa el género. Sale del bar siguiendo a un grupo de chicas que entran en un local de lesbianas. Pide una cerveza en la barra y se le acerca la chica del pelo azul. Empiezan una relación de auténtico amor (y, por tanto, sexo). Se encuentra, se realiza. Pero… no sólo “pero” el rechazo social, no sólo “pero” los gritos de los idiotas. Eso no es nada. Eso no duele, es sólo una lluvia superficial, aunque arrecie como granizo no duele, no puede doler. Porque ella está en el amor y eso la hace fuerte para dejar atrás las miradas avinagradas de odio que lloran pus. Ella está amando y siendo amada.











Hacen el amor salvajemente, apasionadamente, se acarician ferozmente, se lamen, se muerden, se devoran,… el mundo se reduce a ellas, lo demás es un fondo difuso.

Pasa el tiempo. Àdele ya es profesora. Son una pareja. Vive el ambiente de ella (que cuando se conocieron estudiaba bellas artes y ahora ya es una artista rodeada de artistas, críticos y galeristas). De hecho Àdele ha sido desde el principio su musa, desde el boceto inicial que hizo de su rostro en el parque hasta los sensuales desnudos de cuerpo entero llenos de admiración, pasión y deseo.

Pero ocurre que el amor homosexual (como el amor heterosexual) (la verdad es que no entiendo estas etiquetas, creo que directamente debemos hablar del “amor sexual”) aunque generalmente lo vemos como más alegre, desinhibido, libre,… en realidad es tan duro, cruel y doloroso como el amor “hetero”. La rutina devora a las parejas. Nos creemos que ese cuerpo que duerme a nuestro lado estará siempre y llegamos incluso a engañarnos pensando que no nos importará si desaparece. Y nos alejamos. Imperceptiblemente. Como dos hojas (cuerpos) que flotan sobre aguas tranquilas y que lentamente se van separando. Y ese adiós ralentizado puede ser definitivo porque surjan otras vidas (personas) y todo se acabe en un fundido a negro. Y hay que vivir y hacer como que se ama, como si se pudiese amar dos veces.
Quedan los recuerdos y una que busca más que la otra. Y puede que cuando decides volver ya no exista tal lugar.

En un banco de un parque es donde empezaron los primeros besos, el primer boceto de su rostro. Y Àdele vuelve y se sienta en soledad.








La película me ha gustado especialmente por lo bien que se describe la evolución psicológica del personaje de Àdele (interpretado por Àdele Exarchopoulos, la chica del pelo azul es interpretada por Lea Seydoux). La manera en la que se muestra su aprendizaje vital hasta que termina con una plano de ella caminando por la calle, de espaldas, yéndose sola con sus pensamientos, con su tristeza.


(Dirigida por ABDELLATIF KECHICHE)















(Es una adaptación de la novela gráfica “LE BLEU EST UNE COULEUR CHAUDE” de JULIE MAROH)









Friday 25 October 2013

¡Atenti, Nena, que el tiempo pasa!


Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la “zabeca” como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria que el acompañante.

Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía “in mente”:

-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:

“No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.

“El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.

“¡Atenti, piba, que los siglos corren!

“Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los “tegobitos” como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías… ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.

“Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: ‘Puede venir otro mejor’…

“Cierto… Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: ‘Se prohíbe tocar la carne’, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.

“¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo… por los ascensos que puede tener… en fin… por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan…”

Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.

En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita motorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un “piccolo navio”.

Y fijándome en la pinta de la dama, nuevamente reflexioné:

-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.

“Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía taimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!…”
Aguafuertes porteños
ROBERTO ARLT

Saturday 19 October 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo ocho, fin)


Lo verdaderamente difícil es hacer aquello que la gente que te rodea, y a la que amas,  quiere que hagas sin que ellos te lo digan.
Hay que intuir, hay que anticiparse, no se puede bajar la guardia. Bastan un par de omisiones o de despistes para que alguien se rompa a tu lado y te cause una herida profunda y permanente.
Hay que escuchar y hay que mirar pero ni siquiera con eso basta, hay que sentir con los otros.
Es necesario salir de uno mismo y entrar en ellos, hay que ser el otro, hay que anticiparse, hay que ofrecerse y, en ocasiones, insistir porque los silencios y las negaciones tímidas, susurros de noes, o incluso los noes rotundos pueden esconder peticiones encubiertas, súplicas que no pueden ser dichas pero que esperan ser atendidas.
. . .
Al final se fue volando a ese sitio al que yo no lograba entrar.
fin

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo siete)


A la mañana siguiente, como siempre, me desperté primero y la desperté para meterle algo de mi entusiasmo por ver sitios, por saltar a la calle, por huir de la angustia que me produce el sueño, tan parecido a la muerte. Pero esta vez ella estaba verdaderamente cansada, le dolía todo el cuerpo. Me dijo que aún no se le había pasado lo del día anterior y sólo se levantó para ir al servicio. Cuando salió yo ya estaba vestido y sobón y pelma y nervioso y ella apenas conseguía zafarse de mis abrazos y de mis preguntas. Al final alcanzó la cama y me dijo que necesitaba dormir un poco más, que me fuera yo a desayunar y que después volviera a buscarla. Además, me dijo, que tal y como se encontraba no iba a ser capaz de tomar nada.

Baje a la calle y me senté en un café, en una de esas terrazas callejeras que en París persisten en invierno calentadas por enormes calefactores. Bajé con uno de mis cuadernos de hojas lisas envuelto en la funda de cuero que N me regaló. Mi intención era escribir mientras tomaba un café americano y un croissant. Como siempre en vez de escribir estuve todo el tiempo mirando a los transeúntes y a las personas que como yo permanecían sentadas mirando hacia la calle, auténticos voyeurs parapetados tras la pobre excusa de un café o un té.

No me di cuenta cuando ella se me acerco, para cuando la vi ya estaba a mi lado. Me dijo, con una de esas voces enronquecidas por el tabaco, “yo también escribo”. Mi francés, a pesar de tantos años de clases en la enseñanza obligatoria y de tantas horas en academias particulares, y de tanto empeño que pongo a mi manera, es francamente malo pero al menos me sirve para poder leer a Sartre, a Camus, a Baudelair, a Raimbau,… en el idioma en el que escribieron, así me consuelo. Sin embargo, sí fui capaz de entender esa inquietante frase que aquella voz tan rota, tan áspera, dejó caer sobre mí.

Mientras lo decía desapareció y apenas puede darme cuenta de que era la persistente mujer vagabunda. Junto a mí quedo un paquete envuelto en papel de estraza que resultaron ser unos cincuenta folios escritos a mano por las dos caras en los que se contenía una historia titulada “Creación de una soledad”.
Inmediatamente empecé a leerlo y las palabras me fueron atrapando llevándome a un estado de concentración tal que cuando volví el último folio y traté de regresar a esa realidad de tintineo de cucharillas, de desagradables gruñidos de la máquina cafetera y de zumbido de conversaciones, me dolían los oídos.
Era la mujer, aquella mujer del puente, de tantos sitios. Ahora se confirmaba que nos había estado siguiendo. Y yo acababa de leer por qué, qué es lo que quería decir.
El texto contaba la historia de la desaparición de un niño desde un punto de vista, el de ella. Si era ficción era buena, si era un testimonio era enajenación mental. Si era cierto era tan triste como para perder la vida y marginarse y vagabundear de dolor (si no se es capaz de matarse). Si era falso y la historia era otra, era más normal, era, por ejemplo, una muerte accidental del niño, su hijo, que ella no había sido capaz de asumir y se había ido deshaciendo en el dolor de la ausencia,… Si era, digo, falsa la historia, si no había una conspiración, si no había unos extraterrestres con una secta de científicos en la tierra que le habían secuestrado y que lo mantenían igual que hace treinta años… Si no estaba en un estado entre la vida y la muerte, fantasmal, sólo visible para su madre y para ciertas personas especialmente sensibles a lo no posible, a lo paranormal. Si… qué más da, el dolor, la desolación, la destrucción de una vida,… las lágrimas que quedaban en el papel convertidas en borrones de tinta, sí que eran reales.
Cuando subí a la habitación y N ya estaba mejor y se estaba arreglando e iba a empezar otro día de paseos y museos, no le dije nada porque no lo iba a entender o no le iba a interesar. Porque la realidad ya se la estaba empezando a comer.

Friday 18 October 2013

La herida


No pasa nada. Una mujer, una joven, una chica. Vive con su madre. Trabaja en una ambulancia. Tiene novio, discute con él. Chatea con un desconocido. Es amable y sonríe. Le preocupan los demás. Siente el dolor ajeno. Hace chistes, ríe. Bebe, canta y baila. No pasa nada, la película se acaba.
¿No pasa nada? Lo que pasa ocurre dentro de ella, en su mente. Lo entiendo perfectamente. Hay que haberse apretado la cabeza muy muy fuerte con las dos manos, hay que haber dado puñetazos a las puertas y a las paredes. Hay que haberse raspado los nudillos contra muros de piedra. Hay que haber abrazado otro cuerpo con la desesperación de un náufrago cogido a un tablón en el medio del frío y oscuro océano. Hay que haberse sentido zarandeado por las emociones, incomprendido por todos. Sólo en medio de la multitud. Hay que haber visto como unos labios se te acercaban y no haber sentido el beso. Hay que haber conocido la nada. Hay que haber sentido la necesidad de saltar. Hay que haber destrozado todo e inmediatamente haber añorado no haberlo hecho. Hay que haber dilapidado las oportunidades. Hay que haber asumido la soledad y la muerte. “Hay que” todo esto para entender esta película.
Hay que ser una bomba y ser consciente de ello y tener miedo de estallar en cualquier momento… y querer, desear, necesitar estallar.

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo seis)


A la mañana siguiente nos levantamos pronto, teniendo en cuenta que estábamos de vacaciones y que madrugar no es algo que vaya con la forma de ser de N, y nos lanzamos a una nueva fría mañana parisina. La temperatura tontea con los cero grados centígrados por lo que nos abrigamos como para emprender una expedición a la Antártida. De todas formas ser de nuestra ciudad ayuda mucho a enfrentarse a estos días helados más que fríos en los que ni siquiera nieva y el cielo tiene un color gris blanquecino nada recomendable para la rutina laboral pero mucho más llevaderos cuando lo único que tienes que hacer es buscar un café en el que desayunar unos croissants  y pasear con los ojos bien abiertos disfrutando cada instante. Salimos del hotel y en la acera de enfrente tenemos ese magnífico momento en el que decidimos, completamente a nuestro propio albedrío, hacia donde ir. Qué diferencia comparado con esa forma atropellada de salir de casa siempre tarde para llegar al trabajo y no poder descuidar ninguno de los gestos tantas veces realizados con el fin de  lograr fichar a tiempo. Nos decidimos por una calle situada enfrente, a la izquierda, y comenzamos a descender por ella. Está muy concurrida y a ambos lados hay puestos de venta de productos alimenticios. Yo voy mirando hacia arriba por entre los edificios buscando las cúpulas del Sagrado Corazón que es la principal visita que hemos pensado hacer hoy. Mientras, N se acerca al tendero de un puesto de fruta y la pide cuatro clementinas. La reacción de este señor, de rasgos físicos extraños, es pequeño, calvo y bastante cabezón, es airada, de enfado, y N se queda completamente contrariada en medio de la calle así que rápidamente intento bromear sobre lo ocurrido para animarla y para que, además de sin mandarinas, no nos quedemos también sin una mañana de vacaciones recién empezada.

El día se deja disfrutar en una sucesión de descubrimientos continuos en la que las casas, las calles y los jardines son un decorado y las demás personas son figurantes. Seguramente hay muchos vagabundos y muchas mujeres solas pero no podemos verles porque estamos dentro de la unidad que formamos como pareja.



La luz del cielo se atenúa y comienza el patético esfuerzo de las farolas callejeras de tenue luz amarillenta por iluminarnos.

Llega la noche y decidimos disfrutarla. Por fin pruebo un bloody Mary y, como era de esperar en una bebida que es fundamentalmente zumo de tomate, me gusta. Años después conocería a un imbécil que me dijo que era una bebida de mujeres, uno de esos cretinos que en su debilidad mental necesitan clasificar todo por, para, géneros (o sea, alguien bien arraigado en la sociedad, no un antisocial como yo).
Hay dos noches, en realidad: la que reconstruyo en mi mente soñadora y la que me traen los hechos recordados. Lo cierto es que N no se sintió bien en ningún momento.

Cenamos en un pequeño restaurante de paredes lisas, pintadas de blanco, y con vigas de madera vieja, igual que las puertas y las ventanas. Un lugar acogedor, levemente iluminado mediante pequeñas velas cuyas llamas oscilaban suavemente como la música chillout de fondo creando un agradable ambiente. Esto, junto con la euforia que me produce estar en París y con la ayuda de un excelente vino tinto francés, abrieron las compuertas a mi pretendidamente lúcida verborrea sobre infinidad de temas que había ido rumiando en mis soliloquios y que, como tantas otras veces, soltaba en  brutal avalancha sobre el silencio ausente de N.

Últimamente N está preocupada porque cree que el vino le sienta mal así que apenas bebe un par de sorbos para detener mi infantil insistencia en que no se podía perder un vino tan bueno, en que debía paladearlo, en qué bien iba con esa carne tan sabrosa cocinada con una agradable salsa dulce que resultaba sugerente y deliciosa debido al contraste.


Al final algo, quizás el vino, le sentó mal y todo el resto de la noche fue una negociación continua de cada instante para ir alargando lo que para mí era una fantástica noche parisina y para ella, creo, un calvario hasta llegar a la cama y poderse volver hacia su lado y dormir concediéndome el privilegio de poderla abrazar por detrás. 

Saturday 28 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cinco)


La majestuosa catedral de Notre Dame me ha dado miedo desde la primera vez que la vi de cerca pudiendo sentir su majestuosidad de profecía. En las fotos y postales, ceñida al espacio limitado de las mismas, no parece tan peligrosa. Es como un luminoso tigre que avanza dorado por el sol en el Serengueti hacia nosotros pero nosotros estamos abrazados en el sillón de casa, sin embargo, allá desnudos como él, a su nivel,... En el fondo, creo que sólo se trata de miedo a la realidad. En el interior del templo se preparan para oficiar misa. Hay un coro de niños y nos quedamos a escuchar sus voces fascinados por la espiritualidad que un edificio así, aunque esté atestado de curiosos turistas, consigue transmitir. Como siempre me debato entre mis ganas de escuchar a los niños y mis dudas sobre el efecto que este momento está teniendo en N. La observo, la miro sin parar, intento descifrar cada leve movimiento de su rostro buscando averiguar si está bien o no. Me quiero adelantar a su entristecimiento, porque cuando ella cae en la desesperación, en la desilusión, yo inmediatamente me abrazo fuerte a ella y los dos nos hundimos. Partiendo de sus ojos recorro las trayectorias que lanza para averiguar qué mira, y yo también lo miro. De vez en cuando le cojo la mano para asegurarme de que no se despega del suelo y se va volando a ese sitio en el que yo no logro entrar. Poco a poco vamos saliendo y de nuevo en la calle seguimos nuestra exploración de este París prenavideño en el mercado de las flores junto a Notre Dame. Como siempre hay muchas cosas que nos gustaría comprar y que si fuéramos parisinos nos compraríamos pero nos separan muchos kilómetros de viaje de nuestra casa. A ratos me siento de esta ciudad y no vería ningún problema en despertarme mañana convertido en uno más de estas miles de sombras que pasan a mi lado. Aunque tengo la tendencia de contar todo lo que se me pasa por la cabeza a N, para llenar esos silencios que tanto me angustian, no le he dicho, tampoco estoy seguro, que en le catedral me ha parecido volver a ver a la mujer del puente. No se puede decir que sea raro, estamos haciendo un recorrido más bien típico. Por eso tampoco es como para extrañarse que ahora, en este mercado, también esté la señora del puente.
En la noche de París también corren a veces destellos azules de coches de emergencias. De vez en cuando tengo la necesidad de levantar la vista y buscar alrededor la silueta de la Torre Eiffel sobresaliendo por encima de las casas. Es como cuando te entra la preocupación de si te has olvidado algo o te has dejado encendida alguna luz en casa y no tienes otra forma de salir del bloqueo que correr de vuelta a casa y comprobarlo. Es como cuando de pequeño si llevaba un rato callado me entraba angustia pensando que había perdido el habla y tenía que decir cualquier cosa en voz alta. Esto dejaba perplejos a mis padres, a mis compañeros del colegio o a mis profesores porque la mayoría de las veces no se me ocurría nada y tenía que decir cualquier cosa.
Impone la monumentalidad de los edificios de esta parte de la ciudad. Sobre todo a estas horas en que las calles están prácticamente vacías y puede incluso llegar a parecer una ciudad normal con casas en las que vive gente y árboles en los que orinan los perros. Aprovechando nuestros silenciosos paseos como pareja de soledades podemos fijarnos en las demás sombras que pisan estas calles que tantos otros han atravesado o atravesarán. En teoría buscamos un sitio para cenar pero lo cierto es que sólo estamos viviendo juntos este aire frío y estas gotas de tímida lluvia que se agarran a las lentes de mis gafas.
Cuando por fin encontramos una pequeña y pintoresca pizzería y entramos en ella, tengo la sensación de que en la esquina de la calle está la mujer del puente pero puede que sólo sea una imaginación mía. El que atiende el local, y que muy probablemente es su dueño, ha de ser sin duda un entusiasta seguidor de Billy Holiday . Aunque está vestido con un delantal blanco, sucio a juego con todo el local, luce un tupé, o más bien los restos de uno, lo que unido a sus ojos claros, su cara ancha y su prominente mandíbula recuerdan a la estrella francesa del rock and roll. La decoración del local, unos cuantos viejos posters, confirma cuál es la preferencia musical de este hombre. Afortunadamente, mientras esperamos a que nos prepare la pizza no tenemos que contonearnos a ritmo de swing sino que escuchamos una agradable música de jazz más próxima al blues. Me ha gustado un detalle que ha tenido cuando hemos entrado, se ha ofendido porque no le hemos saludado directamente y ha insistido en reclamar su saludo. Yo también doy mucha importancia a los saludos ya sea en el trabajo, en los paseos por el monte, por la calle o en los bares. Es como si las personas al saludarnos confirmásemos recíprocamente nuestro respeto, nuestra importancia, nuestra existencia. Buenos días, bonjour, buenas noches. Nos decimos no estás solo, aunque lo estemos. Es necesario que el espejo nos devuelva alguna imagen para ser algo. No tendríamos otra manera de asegurarnos de que no estamos muertos.
Ya tenemos las pizza y yo insisto en esconderla en una bolsa por si nos llaman la atención en la recepción del hotel. Nos despedimos de Billy y salimos a la solitaria avenida. Caminamos rápido hacia el hotel porque hace frío. Creo que N no se ha fijado en la señora que estaba sentada en las escaleras de un portal situado entre la pizzería y el hotel.

Sunday 22 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cuatro)


Al principio la verdad es que la señora no me llamó la atención. Estaba como nosotros mirando hacia el Sena apoyada sobre la barandilla del Pont Neuf, a nuestro lado. No sólo mirábamos el río, mirábamos los demás puentes, mirábamos Notre Dame, mirábamos el Louvre, mirábamos los barcos de turistas que el frío había prácticamente vaciado. Yo miraba más que nada el agua y me fui dejando llevar por la visión hipnótica del fluir del agua. Estaba en mis pensamientos, en mi recuerdos y en intentar saber qué estaría pensando N. Los dos, uno al lado del otro, tan cercanos y tan alejados. Me gustaría pensar que conectados de alguna manera. No sé qué, quizás la visión del río, o ese momento de descanso apoyados en la barandilla, o la tristeza del plomizo cielo parisino, le hizo a N recordar al niño del Louvre y empezamos a hablar sobre él. No me di cuenta de que la señora permanecía a nuestro lado.
-   Estaba pensando en el niño del Louvre, ¿crees que estaría solo?
-   No sé, supongo que estarían por ahí sus padres o alguien pero podemos fantasear con que estaba solo. Bueno, acompañado por la escultura aquella con la que hablaba tan animando.
-   Pero es rara la indiferencia de todos los que le rodeaban y como se fue, él solo con su maleta.
Todo esto dicho sin mirarme, con la vista fija en el agua. Yo sí que me volví hacia ella. Me sorprendió el tono, la importancia, con la que dijo esas palabras. Y después me sorprendió, como siempre, el silencio. Los silencios de N son demoledores, uno tiene la seguridad de que significan mucho más que sus palabras y, lo que es más angustioso, que ella siente que dice mucho más durante esos instantes eternos en los que sus labios están juntos. Entonces hay que estar a la altura y ser ese ser que ella en el fondo espera encontrar, un ser capaz de escucharla nítidamente mientras calla. Yo intento parar la locura de mis ensoñaciones y soliloquios para atravesar todas esas barreras invisibles que me separan de ella. Pero la mayoría de las veces sólo siento la soledad y la lejanía y empiezo a caer en una espiral blanca que rota lentamente sobre un fondo azul que se oscurece. Como el cielo de París en esta tarde que se nos escapa de las manos. Algún turista solitario nos saluda desde el barco mientras llena su cabeza de los mismos recuerdos que nos llevamos todos de esta ciudad de ciudades por la que yo paso, como por todas partes y como junto a todas las personas, tangencialmente. El río fluye pero yo puedo convencerme de que es el puente el que se mueve con estas tres figuras oscuras. Es como si fuésemos pescadores que en vez de cañas lanzan miradas, miradas que sólo pueden ser melancólicas. Es imposible no cuestionarse el tiempo y el espacio. Todo se detiene y se asienta en algún lugar de la mente de quien lo ha saboreado o visto u olido. O de quien ha sentido el dolor, u oído las palabras. Cuánta pena puede haber en un niño alegre con un maletín rojo. Pero la vida tira de nosotros y con uno de sus hilos levanta mi brazo que se posa en el hombro de N y, antes de que yo pueda ser consciente de ello, ya le he dado un beso en la mejilla y otro, avanzando hasta su boca, para poder ver su rostro y, obviando algo que parece el inicio de una lágrima, que tanto pude haber hecho el viento como la tristeza, le propongo que acabemos de atravesar el puente y sigamos.

Saturday 21 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo tres)


Un niño solo en la sala de arte africano del museo del Louvre de París. Una pareja, nosotros, que le espiamos. Sus movimientos son muy graciosos, es como una caricatura de una persona mayor. Viste con una alegre ropa verde y para colmo lleva un gracioso maletín de color rojo brillante. Como mucho tendrá cinco años y habla entusiasmado con una extraña escultura específicamente traída desde el corazón de África para escuchar a este hombrecito rubio que cuando termina su conversación recoge su maletín y se va. Yo aprovecho para acercarme más a N y abrazarla y para acercar mi mejilla a la suya y disfrutar de este momento de complicidad en la mirada, de esta evasión de este apabullante museo de muertos en el que la adormecida masa multirracial se agolpa frente a un cuadro ridículo en su pequeñez y en la sobriedad de sus colores que muestra, según dicen, una sonrisa enigmática. No sé qué quieren decir, no sé qué fija el valor de los cuadros cuando este se universaliza. Yo sólo entiendo las sensaciones individuales y mi recuerdo del Louvre es el niño del maletín rojo. Mientras le observamos parece que somos los únicos que le vemos y es inevitable para una mente enfermizamente fantasiosa como la mía especular con la posibilidad de que en realidad no esté ahí, de que sea un fantasma, de que sea realmente un espíritu entre esas esculturas que probablemente tengan un sentido religioso. Inmediatamente me acuerdo de que no es la primera vez que esto nos pasa. Recuerdo que en nuestra ciudad también solía haber un señor mayor que siempre iba elegantemente trajeado y que solía estar sentado solo en sitios extraños y junto al cual todo el mundo pasaba como si no existiese. Me recreo unos instantes en esta ensoñación, después beso a N y nos vamos del museo.

N por las calles de París parece realmente contenta, fascinada ante cada nuevo hallazgo. Tan contenta ante un enorme café con leche como ante la maraña de señoras que quieren hacerse con la mejor prenda de entre un enorme montón de ropas en oferta. Enjambre de mujeres que pelean la mejor prenda vigiladas por un enorme vigilante negro ridículo allí, en vez de en la puerta de una discoteca o tras las espaldas de un político. Feliz, lo mismo porque hemos encontrado un pequeño restaurante italiano atendido por una copia exacta de Torrebruno como porque alguien ha encendido por sorpresa la Torre Eiffel y ahora la recorren infinidad de destellos de colores. Y es imposible no pensar que todo está por ella, para ella. Empieza a llover y qué. No como allá que cuando empieza a llover es como si nos negasen las horas de patio en la prisión.
Es evidente que una conspiración nos rodea, hay varios escenarios montados por la ciudad, hay algunos grupos musicales animando las calles, hay carteles similares por todos lados,... a la noche nos enteramos de que se trata de un maratón televisivo para recaudar fondos para alguna causa, no sé para qué, en Francia también se acerca la Navidad.

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo dos)


Las personas decadentes son aquellas personas que ya no son jóvenes pero que se comportan como si no fuesen conscientes de ello. Hay personas decadentes incluso de veinte años de edad, sobretodo en las escuelas de ingenieros, pero lo normal es que hayan alcanzado los treinta años. Las personas decadentes pueden esgrimir en su favor que son producto de la sociedad en la que vivimos que ha elevado la belleza juvenil a la categoría de bien supremo. La cosmética y la moda, pero también los automóviles, la música, etc. potencian, con un despliegue de marketing desmesurado, la idea de que la eterna juventud es posible y son muchas las personas que lo creen fielmente y que diferencian sin pudor una persona de sesenta años de hace treinta con una que tiene esa edad hoy en día obviando la importancia fundamental de la cosmética, y en ocasiones de la cirugía, en que hoy se crean más jóvenes. Actualmente, la asunción serena del envejecimiento, del deterioro físico y de la muerte es una excentricidad que muy pocos se permiten. Supongo que todo esto fermentará en el interior de estas personas y que un día de golpe, tras un proceso gradual no percibido por ellas,  se encontrarán frente a la realidad. Pero eso no pasa en público y menos en la televisión. La angustia no está de moda, se reserva para las soledades, para las terribles metáforas que son el paso del tiempo y la noche.

Tristezas, soledades, enfrentamiento de tristezas, de vacíos, de nadas. ¿Cuántos días nublados más puede soportar un hombre? Nunca deberíamos olvidar que caminamos solos aunque vayamos entrelazados, nunca lo olvidamos. Las tristezas se complementan para crear una tristeza total, completa, que no deja resquicios para la alegría. Si te ríes mucho pronto te helarán esa sonrisa, no está bien ser tan feliz cuando avanza marzo y el invierno sigue sin dar tregua. No tengo suficiente memoria para acordarme del calor, del sol que quemaba, me dicen, de las nubes de mosquitos junto al río, del olor de la primavera, de la sorpresiva visión de una araña o del canto de fondo de los grillos al ritmo de la temperatura. Hace tiempo que deje de mirar hacia la pantalla cuando voy al cine, ya he visto todas las películas y en todas salgo yo. Donde no estoy es en el patio de butacas, entre la gente. El silencio rodeando cada una de sus miradas, no de tristeza ni de odio, sino miradas de nada. Una de esas veces en las que su rostro (el de ella) se quedaba flotando en el aire y uno se olvidaba de su cuerpo y sólo veía esos ojos tan duros, tan crueles, tan de “baja de donde crees que estás y reconoce este horror, esta mediocridad, esta tristeza que me das y que otros sin duda me podrían curar”. La culpa, la culpa de su tristeza y entonces la culpa de mi agonía constante, de mi angustia, de mi ansia por ser más o por ser, por lo menos, algo se difumina como si ya no fuese en absoluto importante, supeditada a conseguir que ella sea feliz como si fuese mi responsabilidad como si la mediocridad de su vida fuese por mí, por estar a mí lado. Qué más quisiera yo que sacar mi estuche de témperas y pintar un enorme sol en el horizonte que caliente este aire helado e ilumine esta oscuridad agazapada que miente sobre los tamaños y los colores de los objetos. Que más quisiera yo que generar felicidad y ser feliz yo mismo. Si por mi fuera incendiaría todo para que suba la temperatura y desaparezca este plomizo cielo helado que nos hace andar encogidos como haciendo reverencias a no sé sabe qué, como pidiendo perdón por vivir o por haber sonreído desnudos en un lago una noche de verano. Y hasta da miedo mentar el estío cuando lo que se impone es este hastío, esta pereza de salir del calor de la cama para lanzarse al horror de la cara amoratada y de las manos secas pasto de los sabañones. A veces me quedo durante unos minutos mirándome en el espejo pero no consigo verme y, al final, aparto la mirada horrorizado y me lanzo a pensar en planos y presupuestos y lo que debo y lo que falta para el fin de semana. Cuánto daño me hace que ella no sea feliz y que yo no tenga alas. Este tiene que ser mi último invierno en este gélido quemadero de incienso a ritmo de campanadas que cuando se acaba el verano congela la vida y se recrea en la muerte.