Sunday 22 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cuatro)


Al principio la verdad es que la señora no me llamó la atención. Estaba como nosotros mirando hacia el Sena apoyada sobre la barandilla del Pont Neuf, a nuestro lado. No sólo mirábamos el río, mirábamos los demás puentes, mirábamos Notre Dame, mirábamos el Louvre, mirábamos los barcos de turistas que el frío había prácticamente vaciado. Yo miraba más que nada el agua y me fui dejando llevar por la visión hipnótica del fluir del agua. Estaba en mis pensamientos, en mi recuerdos y en intentar saber qué estaría pensando N. Los dos, uno al lado del otro, tan cercanos y tan alejados. Me gustaría pensar que conectados de alguna manera. No sé qué, quizás la visión del río, o ese momento de descanso apoyados en la barandilla, o la tristeza del plomizo cielo parisino, le hizo a N recordar al niño del Louvre y empezamos a hablar sobre él. No me di cuenta de que la señora permanecía a nuestro lado.
-   Estaba pensando en el niño del Louvre, ¿crees que estaría solo?
-   No sé, supongo que estarían por ahí sus padres o alguien pero podemos fantasear con que estaba solo. Bueno, acompañado por la escultura aquella con la que hablaba tan animando.
-   Pero es rara la indiferencia de todos los que le rodeaban y como se fue, él solo con su maleta.
Todo esto dicho sin mirarme, con la vista fija en el agua. Yo sí que me volví hacia ella. Me sorprendió el tono, la importancia, con la que dijo esas palabras. Y después me sorprendió, como siempre, el silencio. Los silencios de N son demoledores, uno tiene la seguridad de que significan mucho más que sus palabras y, lo que es más angustioso, que ella siente que dice mucho más durante esos instantes eternos en los que sus labios están juntos. Entonces hay que estar a la altura y ser ese ser que ella en el fondo espera encontrar, un ser capaz de escucharla nítidamente mientras calla. Yo intento parar la locura de mis ensoñaciones y soliloquios para atravesar todas esas barreras invisibles que me separan de ella. Pero la mayoría de las veces sólo siento la soledad y la lejanía y empiezo a caer en una espiral blanca que rota lentamente sobre un fondo azul que se oscurece. Como el cielo de París en esta tarde que se nos escapa de las manos. Algún turista solitario nos saluda desde el barco mientras llena su cabeza de los mismos recuerdos que nos llevamos todos de esta ciudad de ciudades por la que yo paso, como por todas partes y como junto a todas las personas, tangencialmente. El río fluye pero yo puedo convencerme de que es el puente el que se mueve con estas tres figuras oscuras. Es como si fuésemos pescadores que en vez de cañas lanzan miradas, miradas que sólo pueden ser melancólicas. Es imposible no cuestionarse el tiempo y el espacio. Todo se detiene y se asienta en algún lugar de la mente de quien lo ha saboreado o visto u olido. O de quien ha sentido el dolor, u oído las palabras. Cuánta pena puede haber en un niño alegre con un maletín rojo. Pero la vida tira de nosotros y con uno de sus hilos levanta mi brazo que se posa en el hombro de N y, antes de que yo pueda ser consciente de ello, ya le he dado un beso en la mejilla y otro, avanzando hasta su boca, para poder ver su rostro y, obviando algo que parece el inicio de una lágrima, que tanto pude haber hecho el viento como la tristeza, le propongo que acabemos de atravesar el puente y sigamos.

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