Sunday 19 December 2010

STRAPHANGERS (*)

Sergio asegura con rotundidad que el viaje no es un valor en sí mismo que justifique un texto. Despotrica exasperado contra la literatura de viajes, dice que es arrogante considerar los descubrimientos individuales de uno cuando visita lugares nuevos para él como algo interesante para los demás a los que habla con sus textos. Supongo que por extensión también está en contra de quien cuenta oralmente sus periplos a sus amigos y conocidos. En realidad, aunque él sea un ser amargado y, por tanto, repelente, no le falta razón o al menos ha visto algo entre las brumas de su odio a todo lo que es más vivo que él, o sea, a todo. Es cierto que hoy en día el viaje ya no es excepcional, cada vez son más los viajeros. El Everest se ha convertido en una caricatura de si mismo. No hay épica de solitarios en esas largas cordadas de individuos excelentemente pertrechados que resoplan a coro. Nadie descubre nada cuando llega a un sitio porque lo ha visto en la televisión cientos de veces y aquellos que reciben al viajero también le conocen perfectamente porque es igual que tantos otros. Queda la duda de si el viaje aporta, al menos, algo a quien lo vive. Seguramente tampoco esto ocurre. Vivimos todo desde la racionalización que hacemos de lo que sentimos, podríamos sentir el viaje sin movernos de nuestro cómodo sofá. Decía Pessoa en su “Libro del desasosiego”: “Si viajara, sólo encontraría la débil copia de lo que ya había visto sin viajar”.

Cojo el metro en la 42, downtown. Me apeo junto al ayuntamiento y camino hacia el Financial Center. Sólo sé que es una mujer con zapatos de tacón, un abrigo negro y un pañuelo blanco en la cabeza y que debe llevar un ejemplar de la revista New Yorker enrollado en su mano derecha. Camino junto al río Hudson mientras él se funde con el océano, el cielo está gris, a ratos llueve y hace viento. El agua está embravecida. La veo caminando, distraída, vagando, mirando hacia el agua. Pasa una lancha taxi cerca de mí, ahora junto a ella. Me ve, soy el hombre del gabán gris y los guantes de cuero negro, el que lleva un Le Monde bajo el brazo derecho. Nos acercamos, nos abrazamos y la beso en los labios. Caminamos cogidos del brazo hasta una cafetería. Yo tomo un americano “regular” como lo llaman aquí, ella agua mineral. Es guapa pero fría o quizás ese sea el motivo de su belleza. Su piel es muy blanca, sus ojos muy negros y ha pintado de un rojo muy intenso sus labios. No consigo hacerme una idea sobre su figura porque el abrigo le queda holgado y ni siquiera aquí dentro, a pesar del calor que hace, se lo quita.
-                ¿Sigues preocupada por tu figura?- Se lo digo mientras miro hacia el botellín de agua.
Ella no me contesta, la pregunta le molesta como si prefiriera pensar que esa supuesta gordura que a ella le obsesiona no es en absoluto cierta y que, por tanto, los demás no pueden hablar de ella. Realmente no creo que necesite adelgazar, sólo tiene un poco de esa anorexia generalizada y crónica con la que algunas mujeres viven la imposición social de parecer siempre niñas preadolescentes. Las mujeres etéreas, las mujeres niñas.
-       ¿Qué tal te ha ido en el trabajo?- Me pregunta distraída, por decir algo.
-       Bien, como siempre, o sea, una mierda de rutina y,… Yo qué sé,… lo de siempre.
Nunca me acostumbraré a las preguntas tópicas y a los saludos mecánicos como tampoco a lo vestidos negros de los funerales ni a las celebraciones deportivas.
El uno al lado del otro, podríamos tocarnos, y, sin embargo, entre nosotros hay un abismo de palabras huecas que nos permite consumir el tiempo rápidamente para poder estar cuanto antes, de nuevo, cada uno en nuestra soledad.
-                Ayer vi a Lucas. Estaba sentado tomando algo en Bryant Park junto a la chica esa joven de su oficina por la que dejó a Marta.- Me lo dice sin mirarme, como me lo dice todo, y yo observo la arruga que se le forma mientras habla, junto a la boca, sin que el maquillaje pueda disimularla. Creo que fue José Hierro el que dejó escrito “Nos sentamos. No nos miramos. (No nos veríamos.)”. Una vez más vuelvo a ser ante ella el abogado de todos los hombres, el que ha de explicar todas las maldades que cometemos. Estoy cansado y ella lo sabe.
-       Hace mucho que no les veo, hace mucho que no estoy con ninguno de aquellos. Desde el día en que cenamos en aquel restaurante de negros,… ¿cómo se llamaba?
-       Qué más da.
-       Eran buenos tiempos.
-       Eran otros tiempos.
-                En realidad no hace tanto y las cosas no han cambiado,… lo que ha variado ha sido nuestra actitud.
-                Ya no soporto tus filosofías, no estoy a gusto aquí contigo. Además, no tengo tiempo, mi tía Eleonor, ¿la recuerdas?, supongo que sí ya que era una de las que más criticabas… Bueno, está bastante enferma y la van a operar mañana en el hospital Mount Sinai. Nos estamos turnando, para estar siempre alguien con ella en el hospital, y yo tengo que estar toda la tarde, por eso me hace falta que Andy esté contigo hasta las nueve. Tendrás que recogerlo cuando salga del colegio, toma te he indicado en un mapa donde está el colegio. ¿Lo entiendes? Este es el Morningside Park, a la izquierda está la Universidad de Columbia, donde nos conocimos, espero que al menos eso no lo hayas olvidado. El edificio indicado a la derecha, esta cruz azul, es el colegio. Espérale a las cinco.
-                De acuerdo.- Mi relación con ella, si es que existió, fue un reproche contaste. Mientras habla yo recorro el local con mi mirada hasta encontrar un gran ventanal por el que me escapo siguiendo el caminar decidido de un joven broker.
Nos levantamos, pago la cuenta, el camarero me lanza una gran sonrisa de sincera gratitud por los diez dólares de propina. Hay un instante en el que la recuerdo desnuda en la cama entre las luces y las sombras que dibujaban las cortinas. Caminamos hasta el muelle del ferry, nos besamos de nuevo y ella se va hacia Staten Island. De nuevo recuerdo un verso de Hierro: “Yo sé que te he querido mucho, pero no recuerdo quien eres.”
Sé que nunca más la veré.
Me voy caminando hacia la misma estación de metro a la que he llegado hace una hora. Por el camino paso junto a Wall Street y recuerdo la impresión que hace setenta años causó en Federico García Lorca. Pero a mí, ciertamente, no me impresiona ni el frío ni la crueldad de este lugar y, aunque puedo ver claramente como llegan los ríos de oro y de muerte desde todas las partes del mundo, nada de eso me conmueve. Seguramente, la ausencia total de espíritu, que tanto horrorizó al poeta, se siente más en mi corazón que en esta quimera de la riqueza fugaz.

Llueve pero poco. Extiendo el brazo y me lanzo a la calzada hacia un taxi. Le indico que me lleve al Guggenheim. Nueva York está afiebrada, frenética, como siempre. El taxista no habla en todo el trayecto, observo que en la guantera lleva un folleto en el que se anuncian clases de inglés para extranjeros. Cuando me bajo, dejo detrás de mí el museo y cruzo la carretera para adentrarme en Central Park. Camino durante unos minutos, da para muchas reflexiones este parque en otoño. Me siento en un banco, no propiamente en el asiento ya que está mojado, sino en el respaldo. Desde aquí veo el hospital Mount Sinai. Una chica con cuerpo atlético llega haciendo jogging y deja caer un pequeño paquete marrón mientras sigue corriendo con indiferencia. Dejó que pasen unos minutos, no viene nadie, me levanto del banco y me agacho para recoger el paquete. Mientras me pongo de pie, lo meto en el bolsillo izquierdo del gabán. A veces no sé por qué hacemos esto.

Domingo en el boulevard Malcom X. La calle está llena de afroamericanos engalanados para ir a sus respectivas misas dominicales. La pregunta que me hago es si realmente les valdrá este grotesco teatro colorista e histriónico para aplacar la angustia de sus dudas existenciales.
Tengo que ir a Sylvia’s, un restaurante al que Lidia y yo solíamos ir en nuestros tiempos de amantes apasionados. Mientras voy hacia el local me llama la atención una mesa de propaganda en la que un par de hombres hacen proselitismo, uno en inglés y otro en castellano. El primero me empieza a hablar pero interpreta mi mirada, distraída hacia sus palabras y que se dirige a los panfletos de la mesa, como que no le entiendo, así que llama a su compañero y éste me cuenta, en español, lo mal que están las condiciones laborales en los Estados Unidos. Pero a la vez me explica la fuerza del movimiento obrero actualmente, gracias a los inmigrantes, y me cuenta huelgas y manifestaciones. Ensalza a su partido, el socialista creo, frente a otros. Habla del Che, habla de Malcom X,… dice que los demócratas y los republicanos son los mismo, dice que Bush no es el problema, dice, dice,… dice mucho en poco tiempo, como un mentiroso que teme ser descubierto. Le compro un librito y me llevo un papel con la dirección de su sede, a la que me ha invitado. Me voy convencido de que trabaja para la CIA así que, sabiéndome todavía mirado por él, arrugo el panfleto y lo lanzo a una papelera en la cual también tiro el libro.
Llego al restaurante, lleva décadas siendo un local de moda, este año cumple cuarenta y cinco años. Sylvia tiene montado un gran negocio que traspasa los límites de su local de Harlem y que incluye la comercialización de salsas y de libros de recetas. Sus vecinos llenan el local pero no sólo ellos sino también decenas de turistas que son traídos en autobuses. Dentro del local el ruido es ensordecedor, como siempre, pero no me preocupa porque en este caso vengo invitado y la mesa ya está reservada. La primera vez que vine me sorprendió ese curioso orden en medio del caos que es su sistema de asignación de mesas. Consiste en que tú, entre gritos, le chillas a una joven negra obesa, cuyo parentesco con Sylvia desconozco pero no dudo, para cuantos quieres la mesa y le das un nombre. Después sólo tienes que esperar a que lo grite: “Johny para cinco”. Claro que hay que ser capaz de entender su pronunciación, distorsionada por la megafonía, y hay que aguantar el stress de los empujones y del elevado volumen de la maraña de conversaciones que luchan por ser escuchadas. A este tipo de comida la llaman “brunch” porque es una cosa intermedia entre el desayuno y el almuerzo. Además, hoy domingo, está amenizado por una cantante de jazz que se mueve entre las mesas y dedica canciones, el espectáculo va incluido en el precio. Busco la mesa que debe ocupar un señor negro, alto y fuerte, que ha de ir vestido con un traje amarillo claro rematado con un clavel blanco en un ojal de su chaqueta. Me ve él primero, yo soy el hombre blanco con un polo azul de los Yankees. Me llama a gritos que acompaña con exagerados movimientos de sus brazos. Cuando me acerco a la mesa en la que me espera, nos fundimos en un abrazo que parece indicar una amistad de años. Hay cuatro asientos vacíos en nuestra mesa. Esperamos a los demás comensales tomando sendos bloodymarys.
En la mesa de al lado, dos chicas orientales beben despreocupadamente los traicioneros combinados de la casa mientras esperan a que les sirvan la comida. A cada sorbo su desinhibición aumenta y con ella los decibelios de sus carcajadas y la torpeza de sus movimientos. Desde las otras mesas niños negros que comen con sus familias las miran con la misma curiosidad con la que observarían a un loro multicolor y chillón.
Cuando llegan nuestros compañeros de mesa, son recibidos entre aplausos por los demás clientes del local. Uno es el reverendo Guilfford y el otro el señor Freeland. Les acompañan la mujer de Freeland y otra señora miembro de su iglesia. Las señoras se sienten elegantes con sus exagerados vestidos y me alegro de no haber bebido más bloodymarys porque en ese caso no hubiera podido contener mi hilaridad. No soy tan buen escritor como para describir el sombrero de la cuarta señora. Los dos hombres visten de negro, Freeland lleva una especie de medallón dorado prendido de la solapa de su chaqueta, el reverendo lleva alzacuellos, las mujeres visten de un blanco demasiado intenso para mis ojos trasnochadores. Hablamos animadamente de sucesivas nadas hasta que las dos mujeres se van juntas al baño y el reverendo me susurra al oído una dirección.
Cuando termino de comer me voy a pasear por Harlem, siempre me ha gustado caminar por las ciudades, y más después de una copiosa comida como la de hoy. Andando llego hasta el Bronx, hasta el estadio de los Yankees. Un viejo cadillac se detiene a mi lado, baja la ventilla del lado del copiloto y una mano me indica que me suba atrás. Lo hago.

Todo es tan bonito y luminoso, nadie podría ver el horror en esas tiendas tan limpias, con esas dependientas tan educadas. Y hay tantos policías, y nadie se enfada realmente, y los niños juegan en el parque hasta que tienen ochenta años. Pero entonces pasa una rata veloz y los ojos se le llenan a uno de la arena de algún desierto que navega a la deriva sobre su balsa de petróleo y, aunque hayas donado cinco dólares para los niños enfermos de cáncer en el avión con el que has saltado el Atlántico, no puedes dejar de ver pequeños brazos mutilados y vísceras de niños que se comen otras ratas más afortunadas.

La Universidad de Columbia fue centro de luchas estudiantiles en los sesenta. Por aquí pasó Jack Kerouac pero, también, Lorca. Pienso en ellos aquí sentado, en el campus, mirando hacia la biblioteca de la que salen jóvenes llenos de futuro. Junto a la majestuosa belleza de sus cuerpos jóvenes y libres de enfermedades, deslumbran sus miradas en las que lanzan lo importantes que se sienten debido a lo importante que es lo que aprenden, a lo importantes que van a ser. Cuando están en las cafeterías con sus ordenadores portátiles no pueden evitar, de vez en cuando, levantar la vista de las pantallas para mirar con lástima a las pobres e inocentes gentes que caminan presurosas por las calles atestadas de rutina hacia obligaciones mucho menos transcendentales que sus sesudas reflexiones y sus complicados cálculos.
Mientras tanto el profesor Brosky está en su despacho releyendo un artículo que va a entregar para que sea publicado. No puede imaginar que yo estoy tan cerca, supongo que durante todos estos años le ha consolado pensar que yo ya estaba muerto. Nos conocimos en la India, él era un hippy que necesitaba dinero y yo utilizaba una identidad de hippy. Para él nos hicimos amigos, por mi parte era, como siempre, un paso más dentro de un plan. Después de aquella experiencia, él renegó de su pasado hippy. Tampoco tuvo que dar explicaciones ya que precisamente lo que la sociedad espera de los bohemios juveniles es que un día se cansen de las flores y regresen al sistema. Y la mayoría de ellos lo hacen. En la fiesta de fin de curso del año pasado, alguien le hizo llegar a uno de los delegados de clase una foto del serio profesor cuando era joven, vestido con ropas de estilo hindú y fumándose un porro. La foto apareció en los paneles que decoraban el escenario del salón de actos, junto con otras de otros profesores en situaciones graciosas. Era un aviso, un recordatorio.
 Por fin decido subir a su despacho. Toco suavemente con los nudillos en la puerta de madera barnizada, dice que adelante. Pero no soy uno de sus estudiantes, enseguida me reconoce. Siempre me ha sorprendido que la gente me reconozca cuando me encuentra, es como si yo no fuera consciente de tener un rostro, mi rostro. Me siento, se quita las gafas, parece apesadumbrado, no esperaba que me mandasen a mí.
Nunca le he echado en cara que se casase con Lidia, realmente ella nunca fue mi mujer. Le pongo nervioso, no sabe qué le vamos a pedir. Saco el paquete del bolsillo y se lo dejo sobre la mesa. Hablo yo:
-                Se te ve muy viejo.
-                El tiempo pasa para todos.
-                Si eso te sirve…
Nuestra conversación no da para más, me voy.

En el metro asalto con la mirada la intimidad de todos los que me rodean y les imagino vidas que explican cada una de sus arrugas así como la desolación de sus miradas perdidas o la placidez con que duermen rodeados de extraños. Una mujer que tirita y mece sus piernas entre sollozos, lloriqueando, me sugiere un marido que la ha abandonado, o una madre que ha muerto, o un despido. Veo deseo en ojos que no quieren disimular. Veo el titánico esfuerzo de una anciana asiática por soportar la claustrofobia hasta su estación de destino. Dos jóvenes negros con atuendo de hip hop comparten un aparato de mp3. Cada uno escucha uno de los auriculares y ambos bailan al mismo ritmo. Con sus gestos y sus miradas desafían al resto de los pasajeros demandándoles su atención. Muchos pasajeros leen. Algunos charlan, hay quien cuenta chistes que todos podemos oír. El vagón está lleno de soledades acompañadas. Siento la nausea de todos al entrar en cada túnel que nos absorbe, la angustia cuando uno de los trenes expresos no se detiene en una parada. Es necesario utilizar los trenes locales, los que se detienen en todas las estaciones, porque no se puede soportar ver pasar veloz un andén lleno de gente y no poder apearse. La duda negra y triste de si este es el metro definitivo y nunca se detendrá. Una enorme cucaracha muerta.

Las calles nocturnas del East Village, llenas de jóvenes ansiosos que escenifican, para mi gusto sobreactuando, la opereta de la vida, de las decisiones. Detrás de las paredes de las casas intuyo mujeres que acuestan a sus hijos y solitarios que se masturban protegidos por los pestillos de las puertas de sus retretes. Las calles están tenuemente iluminadas y llenas de pequeños locales cuyas mesas se alumbran con pequeñas velas. Se diría que todo es rojizo, un poco amarillento, alguna luz morada. Nadie piensa ahora en que amanecerá, más tarde. Sólo tengo que sentarme y cenar. Antes de que termine y me traigan la cuenta, alguien dejará olvidado un tríptico del MOMA en mi mesa y en él, escritas con bolígrafo, las siguientes instrucciones.

Entré en la policía en los años setenta, nada más salir del ejército. Desde el principio he trabajado como infiltrado. La gente confía en mí pero yo les traiciono. He disuelto mi yo, me costaría reconstruir la que fue mi primera identidad. He tenido todos los nombres y no me vuelvo cuando alguien grita alguno de ellos. Los que me conocen pronto se acostumbran a que no les salude y dudan de que yo sea quien creen que soy. Tampoco duro mucho tratando a la misma gente. Si un día me matan, desapareceré. Actualmente vendo camisetas cerca de la calle Spring en una mesa hecha con dos caballetes y un tablón de madera que coloco en la acera junto a una vieja furgoneta. No vendo muchas aunque están pintadas a mano, de vez en cuando algún turista se para y charlamos.

Acudo a otra cita. Cuando atravieso Central Park veo a una chica joven que se ha quedado dormida con un libro cerca de su mano. Me sorprende tanta confianza en medio de esta jungla. Después, sigo caminando hasta el Lincoln Center. Me espera un disidente de algún país de Sudamérica que debe llevar una camiseta amarilla con el lema “Tour de Lance”. Está muy nervioso y, tratando de disimularlo, lo hace más evidente. Cuando me presento me da la mano y vamos juntos hacia su hotel, almorzamos en el restaurante y me explica atropelladamente la situación de su país. Evidentemente no me interesa en absoluto así que divago mentalmente hacia otros asuntos. Cuántos años tendrá esa camarera, parece muy niña, me recuerda a alguien que conocí. Muchas veces estos recuerdos resultan irreales y no pertenecen a nuestras vidas sino a alguna película o a alguien que vimos en la televisión. Los rasgos, los trazos, con los que estamos esbozadas las personas no son demasiado originales, no son demasiados. Las combinaciones son limitadas, los parecidos inevitables y, con ellos, las confusiones. Terminamos de comer, nos damos la mano, me da una carpeta, me voy.

¿He matado alguna vez a alguien? Creo que no, todos estaban muertos ya antes de que yo les disparase. Hay pocos aspectos de mi personalidad que mantenga desde mi infancia y que puedan ser considerados, por tanto, constitutivos realmente de mí mismo. Pero, sin duda, uno de ellos es la prisa con la que entro en todas partes, de manera que nada más llegar sólo pienso en irme. De la misma manera, cuando empiezo una conversación lo único que me preocupa es cómo terminarla. Jamás he creído que algo tenga contenido, que algo signifique algo.

Al principio, cuando llegue a esta ciudad, me agobiaba comer en público, en los parques, pero ahora me divierte imitar a los demás, sentado en mi trozo de banco. Me gustan especialmente las ensaladas de frutos secos, queso y lechuga de Dean y Deluca pero detesto los orejones, así que se los lanzo a las palomas para ver como se esfuerzan para intentar desagarrarlos con sus picos.

Esta noche tomo un avión desde Newark y vuelvo a Europa, en viaje de negocios. No es más que otra manera de consumir el tiempo, de ocupar los días y sus noches. Por supuesto, ninguna de las personas que he citado en este texto existe.

Realmente trabajo como vigilante en el Museo Metropolitano o vendiendo reproducciones de las portadas del New Yorker en la acera del MOMA. El once de septiembre de 2001 no me enteré de nada. A menudo me pregunto por qué vamos todos vestidos de blanco, por qué tengo que elegir alguien para ser. Cuándo empezó todo esto, cuándo terminará.

Qué piensan estas señoras tan operadas del Upper East Side cuando cada noche se quitan el maquillaje y miran desoladas a esa anciana que les suplica clemencia, una muerte digna y descansada. Durante meses salí con una de ellas y conseguí hacer un dinero. Vendo mentiras que ayudan a soportar la realidad.

Qué nos quieren decir los esqueletos de los dinosaurios del Museo Americano de Historia Natural con sus ridículas muecas. ¿Tienen el secreto de la insignificancia de las vidas de los que juntaron sus huesos para que los veamos? He pasado muchas horas recorriendo los pasillos de los museos de Nueva York intentado encontrar alguna respuesta a mis dudas pero sólo he encontrado calor en invierno y aire acondicionado gélido en el tórrido verano.

Por qué seguimos esperando que alguien nos explique todo esto. Miro a Pollock, colgado en las paredes, y se adelgaza mi esperanza como los gatos de Giacometti. Qué esperamos ver cuando recorremos las galerías con nuestras ridículas audioguías.

Quien quiera historias cerradas y pedagógicas se ha equivocado de especie. A correr.

En Nueva York anochece por sorpresa, por traición. La noche se va desplegando pero los edificios nos impiden ver sus preparativos hasta que se lanza sobre nosotros de golpe. La ciudad se tambalea durante unos instantes pero después se ilumina por todas partes y sigue.

AITOR ARTAIZ

(*) “STRAPHANGERS” es una palabra de uso en Nueva York, jerga local, para referirse a los viajeros del metro.

Sunday 24 October 2010

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Necesidad de escribir.