Saturday 21 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo dos)


Las personas decadentes son aquellas personas que ya no son jóvenes pero que se comportan como si no fuesen conscientes de ello. Hay personas decadentes incluso de veinte años de edad, sobretodo en las escuelas de ingenieros, pero lo normal es que hayan alcanzado los treinta años. Las personas decadentes pueden esgrimir en su favor que son producto de la sociedad en la que vivimos que ha elevado la belleza juvenil a la categoría de bien supremo. La cosmética y la moda, pero también los automóviles, la música, etc. potencian, con un despliegue de marketing desmesurado, la idea de que la eterna juventud es posible y son muchas las personas que lo creen fielmente y que diferencian sin pudor una persona de sesenta años de hace treinta con una que tiene esa edad hoy en día obviando la importancia fundamental de la cosmética, y en ocasiones de la cirugía, en que hoy se crean más jóvenes. Actualmente, la asunción serena del envejecimiento, del deterioro físico y de la muerte es una excentricidad que muy pocos se permiten. Supongo que todo esto fermentará en el interior de estas personas y que un día de golpe, tras un proceso gradual no percibido por ellas,  se encontrarán frente a la realidad. Pero eso no pasa en público y menos en la televisión. La angustia no está de moda, se reserva para las soledades, para las terribles metáforas que son el paso del tiempo y la noche.

Tristezas, soledades, enfrentamiento de tristezas, de vacíos, de nadas. ¿Cuántos días nublados más puede soportar un hombre? Nunca deberíamos olvidar que caminamos solos aunque vayamos entrelazados, nunca lo olvidamos. Las tristezas se complementan para crear una tristeza total, completa, que no deja resquicios para la alegría. Si te ríes mucho pronto te helarán esa sonrisa, no está bien ser tan feliz cuando avanza marzo y el invierno sigue sin dar tregua. No tengo suficiente memoria para acordarme del calor, del sol que quemaba, me dicen, de las nubes de mosquitos junto al río, del olor de la primavera, de la sorpresiva visión de una araña o del canto de fondo de los grillos al ritmo de la temperatura. Hace tiempo que deje de mirar hacia la pantalla cuando voy al cine, ya he visto todas las películas y en todas salgo yo. Donde no estoy es en el patio de butacas, entre la gente. El silencio rodeando cada una de sus miradas, no de tristeza ni de odio, sino miradas de nada. Una de esas veces en las que su rostro (el de ella) se quedaba flotando en el aire y uno se olvidaba de su cuerpo y sólo veía esos ojos tan duros, tan crueles, tan de “baja de donde crees que estás y reconoce este horror, esta mediocridad, esta tristeza que me das y que otros sin duda me podrían curar”. La culpa, la culpa de su tristeza y entonces la culpa de mi agonía constante, de mi angustia, de mi ansia por ser más o por ser, por lo menos, algo se difumina como si ya no fuese en absoluto importante, supeditada a conseguir que ella sea feliz como si fuese mi responsabilidad como si la mediocridad de su vida fuese por mí, por estar a mí lado. Qué más quisiera yo que sacar mi estuche de témperas y pintar un enorme sol en el horizonte que caliente este aire helado e ilumine esta oscuridad agazapada que miente sobre los tamaños y los colores de los objetos. Que más quisiera yo que generar felicidad y ser feliz yo mismo. Si por mi fuera incendiaría todo para que suba la temperatura y desaparezca este plomizo cielo helado que nos hace andar encogidos como haciendo reverencias a no sé sabe qué, como pidiendo perdón por vivir o por haber sonreído desnudos en un lago una noche de verano. Y hasta da miedo mentar el estío cuando lo que se impone es este hastío, esta pereza de salir del calor de la cama para lanzarse al horror de la cara amoratada y de las manos secas pasto de los sabañones. A veces me quedo durante unos minutos mirándome en el espejo pero no consigo verme y, al final, aparto la mirada horrorizado y me lanzo a pensar en planos y presupuestos y lo que debo y lo que falta para el fin de semana. Cuánto daño me hace que ella no sea feliz y que yo no tenga alas. Este tiene que ser mi último invierno en este gélido quemadero de incienso a ritmo de campanadas que cuando se acaba el verano congela la vida y se recrea en la muerte.

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