Friday 25 October 2013

¡Atenti, Nena, que el tiempo pasa!


Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la “zabeca” como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria que el acompañante.

Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía “in mente”:

-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:

“No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.

“El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.

“¡Atenti, piba, que los siglos corren!

“Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los “tegobitos” como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías… ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.

“Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: ‘Puede venir otro mejor’…

“Cierto… Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: ‘Se prohíbe tocar la carne’, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.

“¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo… por los ascensos que puede tener… en fin… por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan…”

Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.

En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita motorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un “piccolo navio”.

Y fijándome en la pinta de la dama, nuevamente reflexioné:

-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.

“Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía taimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!…”
Aguafuertes porteños
ROBERTO ARLT

Saturday 19 October 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo ocho, fin)


Lo verdaderamente difícil es hacer aquello que la gente que te rodea, y a la que amas,  quiere que hagas sin que ellos te lo digan.
Hay que intuir, hay que anticiparse, no se puede bajar la guardia. Bastan un par de omisiones o de despistes para que alguien se rompa a tu lado y te cause una herida profunda y permanente.
Hay que escuchar y hay que mirar pero ni siquiera con eso basta, hay que sentir con los otros.
Es necesario salir de uno mismo y entrar en ellos, hay que ser el otro, hay que anticiparse, hay que ofrecerse y, en ocasiones, insistir porque los silencios y las negaciones tímidas, susurros de noes, o incluso los noes rotundos pueden esconder peticiones encubiertas, súplicas que no pueden ser dichas pero que esperan ser atendidas.
. . .
Al final se fue volando a ese sitio al que yo no lograba entrar.
fin

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo siete)


A la mañana siguiente, como siempre, me desperté primero y la desperté para meterle algo de mi entusiasmo por ver sitios, por saltar a la calle, por huir de la angustia que me produce el sueño, tan parecido a la muerte. Pero esta vez ella estaba verdaderamente cansada, le dolía todo el cuerpo. Me dijo que aún no se le había pasado lo del día anterior y sólo se levantó para ir al servicio. Cuando salió yo ya estaba vestido y sobón y pelma y nervioso y ella apenas conseguía zafarse de mis abrazos y de mis preguntas. Al final alcanzó la cama y me dijo que necesitaba dormir un poco más, que me fuera yo a desayunar y que después volviera a buscarla. Además, me dijo, que tal y como se encontraba no iba a ser capaz de tomar nada.

Baje a la calle y me senté en un café, en una de esas terrazas callejeras que en París persisten en invierno calentadas por enormes calefactores. Bajé con uno de mis cuadernos de hojas lisas envuelto en la funda de cuero que N me regaló. Mi intención era escribir mientras tomaba un café americano y un croissant. Como siempre en vez de escribir estuve todo el tiempo mirando a los transeúntes y a las personas que como yo permanecían sentadas mirando hacia la calle, auténticos voyeurs parapetados tras la pobre excusa de un café o un té.

No me di cuenta cuando ella se me acerco, para cuando la vi ya estaba a mi lado. Me dijo, con una de esas voces enronquecidas por el tabaco, “yo también escribo”. Mi francés, a pesar de tantos años de clases en la enseñanza obligatoria y de tantas horas en academias particulares, y de tanto empeño que pongo a mi manera, es francamente malo pero al menos me sirve para poder leer a Sartre, a Camus, a Baudelair, a Raimbau,… en el idioma en el que escribieron, así me consuelo. Sin embargo, sí fui capaz de entender esa inquietante frase que aquella voz tan rota, tan áspera, dejó caer sobre mí.

Mientras lo decía desapareció y apenas puede darme cuenta de que era la persistente mujer vagabunda. Junto a mí quedo un paquete envuelto en papel de estraza que resultaron ser unos cincuenta folios escritos a mano por las dos caras en los que se contenía una historia titulada “Creación de una soledad”.
Inmediatamente empecé a leerlo y las palabras me fueron atrapando llevándome a un estado de concentración tal que cuando volví el último folio y traté de regresar a esa realidad de tintineo de cucharillas, de desagradables gruñidos de la máquina cafetera y de zumbido de conversaciones, me dolían los oídos.
Era la mujer, aquella mujer del puente, de tantos sitios. Ahora se confirmaba que nos había estado siguiendo. Y yo acababa de leer por qué, qué es lo que quería decir.
El texto contaba la historia de la desaparición de un niño desde un punto de vista, el de ella. Si era ficción era buena, si era un testimonio era enajenación mental. Si era cierto era tan triste como para perder la vida y marginarse y vagabundear de dolor (si no se es capaz de matarse). Si era falso y la historia era otra, era más normal, era, por ejemplo, una muerte accidental del niño, su hijo, que ella no había sido capaz de asumir y se había ido deshaciendo en el dolor de la ausencia,… Si era, digo, falsa la historia, si no había una conspiración, si no había unos extraterrestres con una secta de científicos en la tierra que le habían secuestrado y que lo mantenían igual que hace treinta años… Si no estaba en un estado entre la vida y la muerte, fantasmal, sólo visible para su madre y para ciertas personas especialmente sensibles a lo no posible, a lo paranormal. Si… qué más da, el dolor, la desolación, la destrucción de una vida,… las lágrimas que quedaban en el papel convertidas en borrones de tinta, sí que eran reales.
Cuando subí a la habitación y N ya estaba mejor y se estaba arreglando e iba a empezar otro día de paseos y museos, no le dije nada porque no lo iba a entender o no le iba a interesar. Porque la realidad ya se la estaba empezando a comer.

Friday 18 October 2013

La herida


No pasa nada. Una mujer, una joven, una chica. Vive con su madre. Trabaja en una ambulancia. Tiene novio, discute con él. Chatea con un desconocido. Es amable y sonríe. Le preocupan los demás. Siente el dolor ajeno. Hace chistes, ríe. Bebe, canta y baila. No pasa nada, la película se acaba.
¿No pasa nada? Lo que pasa ocurre dentro de ella, en su mente. Lo entiendo perfectamente. Hay que haberse apretado la cabeza muy muy fuerte con las dos manos, hay que haber dado puñetazos a las puertas y a las paredes. Hay que haberse raspado los nudillos contra muros de piedra. Hay que haber abrazado otro cuerpo con la desesperación de un náufrago cogido a un tablón en el medio del frío y oscuro océano. Hay que haberse sentido zarandeado por las emociones, incomprendido por todos. Sólo en medio de la multitud. Hay que haber visto como unos labios se te acercaban y no haber sentido el beso. Hay que haber conocido la nada. Hay que haber sentido la necesidad de saltar. Hay que haber destrozado todo e inmediatamente haber añorado no haberlo hecho. Hay que haber dilapidado las oportunidades. Hay que haber asumido la soledad y la muerte. “Hay que” todo esto para entender esta película.
Hay que ser una bomba y ser consciente de ello y tener miedo de estallar en cualquier momento… y querer, desear, necesitar estallar.

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo seis)


A la mañana siguiente nos levantamos pronto, teniendo en cuenta que estábamos de vacaciones y que madrugar no es algo que vaya con la forma de ser de N, y nos lanzamos a una nueva fría mañana parisina. La temperatura tontea con los cero grados centígrados por lo que nos abrigamos como para emprender una expedición a la Antártida. De todas formas ser de nuestra ciudad ayuda mucho a enfrentarse a estos días helados más que fríos en los que ni siquiera nieva y el cielo tiene un color gris blanquecino nada recomendable para la rutina laboral pero mucho más llevaderos cuando lo único que tienes que hacer es buscar un café en el que desayunar unos croissants  y pasear con los ojos bien abiertos disfrutando cada instante. Salimos del hotel y en la acera de enfrente tenemos ese magnífico momento en el que decidimos, completamente a nuestro propio albedrío, hacia donde ir. Qué diferencia comparado con esa forma atropellada de salir de casa siempre tarde para llegar al trabajo y no poder descuidar ninguno de los gestos tantas veces realizados con el fin de  lograr fichar a tiempo. Nos decidimos por una calle situada enfrente, a la izquierda, y comenzamos a descender por ella. Está muy concurrida y a ambos lados hay puestos de venta de productos alimenticios. Yo voy mirando hacia arriba por entre los edificios buscando las cúpulas del Sagrado Corazón que es la principal visita que hemos pensado hacer hoy. Mientras, N se acerca al tendero de un puesto de fruta y la pide cuatro clementinas. La reacción de este señor, de rasgos físicos extraños, es pequeño, calvo y bastante cabezón, es airada, de enfado, y N se queda completamente contrariada en medio de la calle así que rápidamente intento bromear sobre lo ocurrido para animarla y para que, además de sin mandarinas, no nos quedemos también sin una mañana de vacaciones recién empezada.

El día se deja disfrutar en una sucesión de descubrimientos continuos en la que las casas, las calles y los jardines son un decorado y las demás personas son figurantes. Seguramente hay muchos vagabundos y muchas mujeres solas pero no podemos verles porque estamos dentro de la unidad que formamos como pareja.



La luz del cielo se atenúa y comienza el patético esfuerzo de las farolas callejeras de tenue luz amarillenta por iluminarnos.

Llega la noche y decidimos disfrutarla. Por fin pruebo un bloody Mary y, como era de esperar en una bebida que es fundamentalmente zumo de tomate, me gusta. Años después conocería a un imbécil que me dijo que era una bebida de mujeres, uno de esos cretinos que en su debilidad mental necesitan clasificar todo por, para, géneros (o sea, alguien bien arraigado en la sociedad, no un antisocial como yo).
Hay dos noches, en realidad: la que reconstruyo en mi mente soñadora y la que me traen los hechos recordados. Lo cierto es que N no se sintió bien en ningún momento.

Cenamos en un pequeño restaurante de paredes lisas, pintadas de blanco, y con vigas de madera vieja, igual que las puertas y las ventanas. Un lugar acogedor, levemente iluminado mediante pequeñas velas cuyas llamas oscilaban suavemente como la música chillout de fondo creando un agradable ambiente. Esto, junto con la euforia que me produce estar en París y con la ayuda de un excelente vino tinto francés, abrieron las compuertas a mi pretendidamente lúcida verborrea sobre infinidad de temas que había ido rumiando en mis soliloquios y que, como tantas otras veces, soltaba en  brutal avalancha sobre el silencio ausente de N.

Últimamente N está preocupada porque cree que el vino le sienta mal así que apenas bebe un par de sorbos para detener mi infantil insistencia en que no se podía perder un vino tan bueno, en que debía paladearlo, en qué bien iba con esa carne tan sabrosa cocinada con una agradable salsa dulce que resultaba sugerente y deliciosa debido al contraste.


Al final algo, quizás el vino, le sentó mal y todo el resto de la noche fue una negociación continua de cada instante para ir alargando lo que para mí era una fantástica noche parisina y para ella, creo, un calvario hasta llegar a la cama y poderse volver hacia su lado y dormir concediéndome el privilegio de poderla abrazar por detrás.