La película me ha gustado. Tiene algo, mucho,
de “La Dolce Vita” y de Fellini en general. Tiene la belleza de Roma soleada
mientras se escuchan coros de voces femeninas (“I lie” de David Lang). Tiene
una melancólica y fluida reflexión sobre el paso del tiempo, la decadencia, la
alegría fingida, la nada.
Desvela el “bla-bla-blá” que nos envuelve
para esconder (hacernos olvidar) la levedad, el vacío, la crueldad de la
fragilidad de la vida. Que también se oculta, se cubre, con la belleza, con la
gran belleza de la ciudad, del mar, del cielo, de los cuerpos y de las miradas
nostálgicas.
A mí me ha emocionado a pesar de las
irrupciones de la música disco y de los gritos y de los grotescos cuerpos que
se bambolean luchando contra la decrepitud. O, en realidad, me ha gustado
también por eso, por esas escenas en contraste con la mirada serena y el paseo
reflexivo.
Vamos a morir pero antes “debemos” vivir
(pero,… ¿qué es vivir? ¿cómo se vive?).
¿Quién soy yo?”, se pregunta el protagonista
(como Bretón en “Nadja”).
El protagonista siente haber estado atrapado
en el torbellino de lo mundano, haber querido ser el rey de los mundano.
Haberlo sido.
Le gustaría, como dice que quiso Flaubert,
escribir una novela sobre la nada.
Y es a los sesenta y cinco años cuando se ve
con la lucidez para decirse que “no va a hacer nada que no quiera hacer”.
Es el viaje melancólico, encubierto bajo
riqueza, ostentación y hedonismo, de un “Ulises” derrotado que, gracias a su
lucidez para asumir el fracaso y la nada, parece victorioso.
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