Friday 18 October 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo seis)


A la mañana siguiente nos levantamos pronto, teniendo en cuenta que estábamos de vacaciones y que madrugar no es algo que vaya con la forma de ser de N, y nos lanzamos a una nueva fría mañana parisina. La temperatura tontea con los cero grados centígrados por lo que nos abrigamos como para emprender una expedición a la Antártida. De todas formas ser de nuestra ciudad ayuda mucho a enfrentarse a estos días helados más que fríos en los que ni siquiera nieva y el cielo tiene un color gris blanquecino nada recomendable para la rutina laboral pero mucho más llevaderos cuando lo único que tienes que hacer es buscar un café en el que desayunar unos croissants  y pasear con los ojos bien abiertos disfrutando cada instante. Salimos del hotel y en la acera de enfrente tenemos ese magnífico momento en el que decidimos, completamente a nuestro propio albedrío, hacia donde ir. Qué diferencia comparado con esa forma atropellada de salir de casa siempre tarde para llegar al trabajo y no poder descuidar ninguno de los gestos tantas veces realizados con el fin de  lograr fichar a tiempo. Nos decidimos por una calle situada enfrente, a la izquierda, y comenzamos a descender por ella. Está muy concurrida y a ambos lados hay puestos de venta de productos alimenticios. Yo voy mirando hacia arriba por entre los edificios buscando las cúpulas del Sagrado Corazón que es la principal visita que hemos pensado hacer hoy. Mientras, N se acerca al tendero de un puesto de fruta y la pide cuatro clementinas. La reacción de este señor, de rasgos físicos extraños, es pequeño, calvo y bastante cabezón, es airada, de enfado, y N se queda completamente contrariada en medio de la calle así que rápidamente intento bromear sobre lo ocurrido para animarla y para que, además de sin mandarinas, no nos quedemos también sin una mañana de vacaciones recién empezada.

El día se deja disfrutar en una sucesión de descubrimientos continuos en la que las casas, las calles y los jardines son un decorado y las demás personas son figurantes. Seguramente hay muchos vagabundos y muchas mujeres solas pero no podemos verles porque estamos dentro de la unidad que formamos como pareja.



La luz del cielo se atenúa y comienza el patético esfuerzo de las farolas callejeras de tenue luz amarillenta por iluminarnos.

Llega la noche y decidimos disfrutarla. Por fin pruebo un bloody Mary y, como era de esperar en una bebida que es fundamentalmente zumo de tomate, me gusta. Años después conocería a un imbécil que me dijo que era una bebida de mujeres, uno de esos cretinos que en su debilidad mental necesitan clasificar todo por, para, géneros (o sea, alguien bien arraigado en la sociedad, no un antisocial como yo).
Hay dos noches, en realidad: la que reconstruyo en mi mente soñadora y la que me traen los hechos recordados. Lo cierto es que N no se sintió bien en ningún momento.

Cenamos en un pequeño restaurante de paredes lisas, pintadas de blanco, y con vigas de madera vieja, igual que las puertas y las ventanas. Un lugar acogedor, levemente iluminado mediante pequeñas velas cuyas llamas oscilaban suavemente como la música chillout de fondo creando un agradable ambiente. Esto, junto con la euforia que me produce estar en París y con la ayuda de un excelente vino tinto francés, abrieron las compuertas a mi pretendidamente lúcida verborrea sobre infinidad de temas que había ido rumiando en mis soliloquios y que, como tantas otras veces, soltaba en  brutal avalancha sobre el silencio ausente de N.

Últimamente N está preocupada porque cree que el vino le sienta mal así que apenas bebe un par de sorbos para detener mi infantil insistencia en que no se podía perder un vino tan bueno, en que debía paladearlo, en qué bien iba con esa carne tan sabrosa cocinada con una agradable salsa dulce que resultaba sugerente y deliciosa debido al contraste.


Al final algo, quizás el vino, le sentó mal y todo el resto de la noche fue una negociación continua de cada instante para ir alargando lo que para mí era una fantástica noche parisina y para ella, creo, un calvario hasta llegar a la cama y poderse volver hacia su lado y dormir concediéndome el privilegio de poderla abrazar por detrás. 

No comments:

Post a Comment