Saturday 19 October 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo siete)


A la mañana siguiente, como siempre, me desperté primero y la desperté para meterle algo de mi entusiasmo por ver sitios, por saltar a la calle, por huir de la angustia que me produce el sueño, tan parecido a la muerte. Pero esta vez ella estaba verdaderamente cansada, le dolía todo el cuerpo. Me dijo que aún no se le había pasado lo del día anterior y sólo se levantó para ir al servicio. Cuando salió yo ya estaba vestido y sobón y pelma y nervioso y ella apenas conseguía zafarse de mis abrazos y de mis preguntas. Al final alcanzó la cama y me dijo que necesitaba dormir un poco más, que me fuera yo a desayunar y que después volviera a buscarla. Además, me dijo, que tal y como se encontraba no iba a ser capaz de tomar nada.

Baje a la calle y me senté en un café, en una de esas terrazas callejeras que en París persisten en invierno calentadas por enormes calefactores. Bajé con uno de mis cuadernos de hojas lisas envuelto en la funda de cuero que N me regaló. Mi intención era escribir mientras tomaba un café americano y un croissant. Como siempre en vez de escribir estuve todo el tiempo mirando a los transeúntes y a las personas que como yo permanecían sentadas mirando hacia la calle, auténticos voyeurs parapetados tras la pobre excusa de un café o un té.

No me di cuenta cuando ella se me acerco, para cuando la vi ya estaba a mi lado. Me dijo, con una de esas voces enronquecidas por el tabaco, “yo también escribo”. Mi francés, a pesar de tantos años de clases en la enseñanza obligatoria y de tantas horas en academias particulares, y de tanto empeño que pongo a mi manera, es francamente malo pero al menos me sirve para poder leer a Sartre, a Camus, a Baudelair, a Raimbau,… en el idioma en el que escribieron, así me consuelo. Sin embargo, sí fui capaz de entender esa inquietante frase que aquella voz tan rota, tan áspera, dejó caer sobre mí.

Mientras lo decía desapareció y apenas puede darme cuenta de que era la persistente mujer vagabunda. Junto a mí quedo un paquete envuelto en papel de estraza que resultaron ser unos cincuenta folios escritos a mano por las dos caras en los que se contenía una historia titulada “Creación de una soledad”.
Inmediatamente empecé a leerlo y las palabras me fueron atrapando llevándome a un estado de concentración tal que cuando volví el último folio y traté de regresar a esa realidad de tintineo de cucharillas, de desagradables gruñidos de la máquina cafetera y de zumbido de conversaciones, me dolían los oídos.
Era la mujer, aquella mujer del puente, de tantos sitios. Ahora se confirmaba que nos había estado siguiendo. Y yo acababa de leer por qué, qué es lo que quería decir.
El texto contaba la historia de la desaparición de un niño desde un punto de vista, el de ella. Si era ficción era buena, si era un testimonio era enajenación mental. Si era cierto era tan triste como para perder la vida y marginarse y vagabundear de dolor (si no se es capaz de matarse). Si era falso y la historia era otra, era más normal, era, por ejemplo, una muerte accidental del niño, su hijo, que ella no había sido capaz de asumir y se había ido deshaciendo en el dolor de la ausencia,… Si era, digo, falsa la historia, si no había una conspiración, si no había unos extraterrestres con una secta de científicos en la tierra que le habían secuestrado y que lo mantenían igual que hace treinta años… Si no estaba en un estado entre la vida y la muerte, fantasmal, sólo visible para su madre y para ciertas personas especialmente sensibles a lo no posible, a lo paranormal. Si… qué más da, el dolor, la desolación, la destrucción de una vida,… las lágrimas que quedaban en el papel convertidas en borrones de tinta, sí que eran reales.
Cuando subí a la habitación y N ya estaba mejor y se estaba arreglando e iba a empezar otro día de paseos y museos, no le dije nada porque no lo iba a entender o no le iba a interesar. Porque la realidad ya se la estaba empezando a comer.

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