La majestuosa catedral de Notre Dame me ha
dado miedo desde la primera vez que la vi de cerca pudiendo sentir su
majestuosidad de profecía. En las fotos y postales, ceñida al espacio limitado
de las mismas, no parece tan peligrosa. Es como un luminoso tigre que avanza
dorado por el sol en el Serengueti hacia nosotros pero nosotros estamos
abrazados en el sillón de casa, sin embargo, allá desnudos como él, a su
nivel,... En el fondo, creo que sólo se trata de miedo a la realidad. En el
interior del templo se preparan para oficiar misa. Hay un coro de niños y nos
quedamos a escuchar sus voces fascinados por la espiritualidad que un edificio
así, aunque esté atestado de curiosos turistas, consigue transmitir. Como
siempre me debato entre mis ganas de escuchar a los niños y mis dudas sobre el
efecto que este momento está teniendo en N. La observo, la miro sin parar,
intento descifrar cada leve movimiento de su rostro buscando averiguar si está
bien o no. Me quiero adelantar a su entristecimiento, porque cuando ella cae en
la desesperación, en la desilusión, yo inmediatamente me abrazo fuerte a ella y
los dos nos hundimos. Partiendo de sus ojos recorro las trayectorias que lanza
para averiguar qué mira, y yo también lo miro. De vez en cuando le cojo la mano
para asegurarme de que no se despega del suelo y se va volando a ese sitio en
el que yo no logro entrar. Poco a poco vamos saliendo y de nuevo en la calle
seguimos nuestra exploración de este París prenavideño en el mercado de las
flores junto a Notre Dame. Como siempre hay muchas cosas que nos gustaría
comprar y que si fuéramos parisinos nos compraríamos pero nos separan muchos
kilómetros de viaje de nuestra casa. A ratos me siento de esta ciudad y no
vería ningún problema en despertarme mañana convertido en uno más de estas
miles de sombras que pasan a mi lado. Aunque tengo la tendencia de contar todo
lo que se me pasa por la cabeza a N, para llenar esos silencios que tanto me
angustian, no le he dicho, tampoco estoy seguro, que en le catedral me ha
parecido volver a ver a la mujer del puente. No se puede decir que sea raro,
estamos haciendo un recorrido más bien típico. Por eso tampoco es como para
extrañarse que ahora, en este mercado, también esté la señora del puente.
En la noche de París también corren a veces
destellos azules de coches de emergencias. De vez en cuando tengo la necesidad
de levantar la vista y buscar alrededor la silueta de la Torre Eiffel
sobresaliendo por encima de las casas. Es como cuando te entra la preocupación
de si te has olvidado algo o te has dejado encendida alguna luz en casa y no
tienes otra forma de salir del bloqueo que correr de vuelta a casa y
comprobarlo. Es como cuando de pequeño si llevaba un rato callado me entraba
angustia pensando que había perdido el habla y tenía que decir cualquier cosa
en voz alta. Esto dejaba perplejos a mis padres, a mis compañeros del colegio o
a mis profesores porque la mayoría de las veces no se me ocurría nada y tenía
que decir cualquier cosa.
Impone la monumentalidad de los edificios de
esta parte de la ciudad. Sobre todo a estas horas en que las calles están
prácticamente vacías y puede incluso llegar a parecer una ciudad normal con
casas en las que vive gente y árboles en los que orinan los perros.
Aprovechando nuestros silenciosos paseos como pareja de soledades podemos
fijarnos en las demás sombras que pisan estas calles que tantos otros han
atravesado o atravesarán. En teoría buscamos un sitio para cenar pero lo cierto
es que sólo estamos viviendo juntos este aire frío y estas gotas de tímida
lluvia que se agarran a las lentes de mis gafas.
Cuando por fin encontramos una pequeña y
pintoresca pizzería y entramos en ella, tengo la sensación de que en la esquina
de la calle está la mujer del puente pero puede que sólo sea una imaginación
mía. El que atiende el local, y que muy probablemente es su dueño, ha de ser
sin duda un entusiasta seguidor de Billy Holiday . Aunque está vestido con un
delantal blanco, sucio a juego con todo el local, luce un tupé, o más bien los
restos de uno, lo que unido a sus ojos claros, su cara ancha y su prominente
mandíbula recuerdan a la estrella francesa del rock and roll. La decoración del
local, unos cuantos viejos posters, confirma cuál es la preferencia musical de
este hombre. Afortunadamente, mientras esperamos a que nos prepare la pizza no
tenemos que contonearnos a ritmo de swing sino que escuchamos una agradable música
de jazz más próxima al blues. Me ha gustado un detalle que ha tenido cuando
hemos entrado, se ha ofendido porque no le hemos saludado directamente y ha
insistido en reclamar su saludo. Yo también doy mucha importancia a los saludos
ya sea en el trabajo, en los paseos por el monte, por la calle o en los bares.
Es como si las personas al saludarnos confirmásemos recíprocamente nuestro
respeto, nuestra importancia, nuestra existencia. Buenos días, bonjour, buenas noches. Nos
decimos no estás solo, aunque lo estemos. Es necesario que el espejo nos
devuelva alguna imagen para ser algo. No tendríamos otra manera de asegurarnos
de que no estamos muertos.
Ya tenemos las pizza y yo insisto en
esconderla en una bolsa por si nos llaman la atención en la recepción del
hotel. Nos despedimos de Billy y salimos a la solitaria avenida. Caminamos
rápido hacia el hotel porque hace frío. Creo que N no se ha fijado en la señora
que estaba sentada en las escaleras de un portal situado entre la pizzería y el
hotel.