Saturday 28 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cinco)


La majestuosa catedral de Notre Dame me ha dado miedo desde la primera vez que la vi de cerca pudiendo sentir su majestuosidad de profecía. En las fotos y postales, ceñida al espacio limitado de las mismas, no parece tan peligrosa. Es como un luminoso tigre que avanza dorado por el sol en el Serengueti hacia nosotros pero nosotros estamos abrazados en el sillón de casa, sin embargo, allá desnudos como él, a su nivel,... En el fondo, creo que sólo se trata de miedo a la realidad. En el interior del templo se preparan para oficiar misa. Hay un coro de niños y nos quedamos a escuchar sus voces fascinados por la espiritualidad que un edificio así, aunque esté atestado de curiosos turistas, consigue transmitir. Como siempre me debato entre mis ganas de escuchar a los niños y mis dudas sobre el efecto que este momento está teniendo en N. La observo, la miro sin parar, intento descifrar cada leve movimiento de su rostro buscando averiguar si está bien o no. Me quiero adelantar a su entristecimiento, porque cuando ella cae en la desesperación, en la desilusión, yo inmediatamente me abrazo fuerte a ella y los dos nos hundimos. Partiendo de sus ojos recorro las trayectorias que lanza para averiguar qué mira, y yo también lo miro. De vez en cuando le cojo la mano para asegurarme de que no se despega del suelo y se va volando a ese sitio en el que yo no logro entrar. Poco a poco vamos saliendo y de nuevo en la calle seguimos nuestra exploración de este París prenavideño en el mercado de las flores junto a Notre Dame. Como siempre hay muchas cosas que nos gustaría comprar y que si fuéramos parisinos nos compraríamos pero nos separan muchos kilómetros de viaje de nuestra casa. A ratos me siento de esta ciudad y no vería ningún problema en despertarme mañana convertido en uno más de estas miles de sombras que pasan a mi lado. Aunque tengo la tendencia de contar todo lo que se me pasa por la cabeza a N, para llenar esos silencios que tanto me angustian, no le he dicho, tampoco estoy seguro, que en le catedral me ha parecido volver a ver a la mujer del puente. No se puede decir que sea raro, estamos haciendo un recorrido más bien típico. Por eso tampoco es como para extrañarse que ahora, en este mercado, también esté la señora del puente.
En la noche de París también corren a veces destellos azules de coches de emergencias. De vez en cuando tengo la necesidad de levantar la vista y buscar alrededor la silueta de la Torre Eiffel sobresaliendo por encima de las casas. Es como cuando te entra la preocupación de si te has olvidado algo o te has dejado encendida alguna luz en casa y no tienes otra forma de salir del bloqueo que correr de vuelta a casa y comprobarlo. Es como cuando de pequeño si llevaba un rato callado me entraba angustia pensando que había perdido el habla y tenía que decir cualquier cosa en voz alta. Esto dejaba perplejos a mis padres, a mis compañeros del colegio o a mis profesores porque la mayoría de las veces no se me ocurría nada y tenía que decir cualquier cosa.
Impone la monumentalidad de los edificios de esta parte de la ciudad. Sobre todo a estas horas en que las calles están prácticamente vacías y puede incluso llegar a parecer una ciudad normal con casas en las que vive gente y árboles en los que orinan los perros. Aprovechando nuestros silenciosos paseos como pareja de soledades podemos fijarnos en las demás sombras que pisan estas calles que tantos otros han atravesado o atravesarán. En teoría buscamos un sitio para cenar pero lo cierto es que sólo estamos viviendo juntos este aire frío y estas gotas de tímida lluvia que se agarran a las lentes de mis gafas.
Cuando por fin encontramos una pequeña y pintoresca pizzería y entramos en ella, tengo la sensación de que en la esquina de la calle está la mujer del puente pero puede que sólo sea una imaginación mía. El que atiende el local, y que muy probablemente es su dueño, ha de ser sin duda un entusiasta seguidor de Billy Holiday . Aunque está vestido con un delantal blanco, sucio a juego con todo el local, luce un tupé, o más bien los restos de uno, lo que unido a sus ojos claros, su cara ancha y su prominente mandíbula recuerdan a la estrella francesa del rock and roll. La decoración del local, unos cuantos viejos posters, confirma cuál es la preferencia musical de este hombre. Afortunadamente, mientras esperamos a que nos prepare la pizza no tenemos que contonearnos a ritmo de swing sino que escuchamos una agradable música de jazz más próxima al blues. Me ha gustado un detalle que ha tenido cuando hemos entrado, se ha ofendido porque no le hemos saludado directamente y ha insistido en reclamar su saludo. Yo también doy mucha importancia a los saludos ya sea en el trabajo, en los paseos por el monte, por la calle o en los bares. Es como si las personas al saludarnos confirmásemos recíprocamente nuestro respeto, nuestra importancia, nuestra existencia. Buenos días, bonjour, buenas noches. Nos decimos no estás solo, aunque lo estemos. Es necesario que el espejo nos devuelva alguna imagen para ser algo. No tendríamos otra manera de asegurarnos de que no estamos muertos.
Ya tenemos las pizza y yo insisto en esconderla en una bolsa por si nos llaman la atención en la recepción del hotel. Nos despedimos de Billy y salimos a la solitaria avenida. Caminamos rápido hacia el hotel porque hace frío. Creo que N no se ha fijado en la señora que estaba sentada en las escaleras de un portal situado entre la pizzería y el hotel.

Sunday 22 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo cuatro)


Al principio la verdad es que la señora no me llamó la atención. Estaba como nosotros mirando hacia el Sena apoyada sobre la barandilla del Pont Neuf, a nuestro lado. No sólo mirábamos el río, mirábamos los demás puentes, mirábamos Notre Dame, mirábamos el Louvre, mirábamos los barcos de turistas que el frío había prácticamente vaciado. Yo miraba más que nada el agua y me fui dejando llevar por la visión hipnótica del fluir del agua. Estaba en mis pensamientos, en mi recuerdos y en intentar saber qué estaría pensando N. Los dos, uno al lado del otro, tan cercanos y tan alejados. Me gustaría pensar que conectados de alguna manera. No sé qué, quizás la visión del río, o ese momento de descanso apoyados en la barandilla, o la tristeza del plomizo cielo parisino, le hizo a N recordar al niño del Louvre y empezamos a hablar sobre él. No me di cuenta de que la señora permanecía a nuestro lado.
-   Estaba pensando en el niño del Louvre, ¿crees que estaría solo?
-   No sé, supongo que estarían por ahí sus padres o alguien pero podemos fantasear con que estaba solo. Bueno, acompañado por la escultura aquella con la que hablaba tan animando.
-   Pero es rara la indiferencia de todos los que le rodeaban y como se fue, él solo con su maleta.
Todo esto dicho sin mirarme, con la vista fija en el agua. Yo sí que me volví hacia ella. Me sorprendió el tono, la importancia, con la que dijo esas palabras. Y después me sorprendió, como siempre, el silencio. Los silencios de N son demoledores, uno tiene la seguridad de que significan mucho más que sus palabras y, lo que es más angustioso, que ella siente que dice mucho más durante esos instantes eternos en los que sus labios están juntos. Entonces hay que estar a la altura y ser ese ser que ella en el fondo espera encontrar, un ser capaz de escucharla nítidamente mientras calla. Yo intento parar la locura de mis ensoñaciones y soliloquios para atravesar todas esas barreras invisibles que me separan de ella. Pero la mayoría de las veces sólo siento la soledad y la lejanía y empiezo a caer en una espiral blanca que rota lentamente sobre un fondo azul que se oscurece. Como el cielo de París en esta tarde que se nos escapa de las manos. Algún turista solitario nos saluda desde el barco mientras llena su cabeza de los mismos recuerdos que nos llevamos todos de esta ciudad de ciudades por la que yo paso, como por todas partes y como junto a todas las personas, tangencialmente. El río fluye pero yo puedo convencerme de que es el puente el que se mueve con estas tres figuras oscuras. Es como si fuésemos pescadores que en vez de cañas lanzan miradas, miradas que sólo pueden ser melancólicas. Es imposible no cuestionarse el tiempo y el espacio. Todo se detiene y se asienta en algún lugar de la mente de quien lo ha saboreado o visto u olido. O de quien ha sentido el dolor, u oído las palabras. Cuánta pena puede haber en un niño alegre con un maletín rojo. Pero la vida tira de nosotros y con uno de sus hilos levanta mi brazo que se posa en el hombro de N y, antes de que yo pueda ser consciente de ello, ya le he dado un beso en la mejilla y otro, avanzando hasta su boca, para poder ver su rostro y, obviando algo que parece el inicio de una lágrima, que tanto pude haber hecho el viento como la tristeza, le propongo que acabemos de atravesar el puente y sigamos.

Saturday 21 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo tres)


Un niño solo en la sala de arte africano del museo del Louvre de París. Una pareja, nosotros, que le espiamos. Sus movimientos son muy graciosos, es como una caricatura de una persona mayor. Viste con una alegre ropa verde y para colmo lleva un gracioso maletín de color rojo brillante. Como mucho tendrá cinco años y habla entusiasmado con una extraña escultura específicamente traída desde el corazón de África para escuchar a este hombrecito rubio que cuando termina su conversación recoge su maletín y se va. Yo aprovecho para acercarme más a N y abrazarla y para acercar mi mejilla a la suya y disfrutar de este momento de complicidad en la mirada, de esta evasión de este apabullante museo de muertos en el que la adormecida masa multirracial se agolpa frente a un cuadro ridículo en su pequeñez y en la sobriedad de sus colores que muestra, según dicen, una sonrisa enigmática. No sé qué quieren decir, no sé qué fija el valor de los cuadros cuando este se universaliza. Yo sólo entiendo las sensaciones individuales y mi recuerdo del Louvre es el niño del maletín rojo. Mientras le observamos parece que somos los únicos que le vemos y es inevitable para una mente enfermizamente fantasiosa como la mía especular con la posibilidad de que en realidad no esté ahí, de que sea un fantasma, de que sea realmente un espíritu entre esas esculturas que probablemente tengan un sentido religioso. Inmediatamente me acuerdo de que no es la primera vez que esto nos pasa. Recuerdo que en nuestra ciudad también solía haber un señor mayor que siempre iba elegantemente trajeado y que solía estar sentado solo en sitios extraños y junto al cual todo el mundo pasaba como si no existiese. Me recreo unos instantes en esta ensoñación, después beso a N y nos vamos del museo.

N por las calles de París parece realmente contenta, fascinada ante cada nuevo hallazgo. Tan contenta ante un enorme café con leche como ante la maraña de señoras que quieren hacerse con la mejor prenda de entre un enorme montón de ropas en oferta. Enjambre de mujeres que pelean la mejor prenda vigiladas por un enorme vigilante negro ridículo allí, en vez de en la puerta de una discoteca o tras las espaldas de un político. Feliz, lo mismo porque hemos encontrado un pequeño restaurante italiano atendido por una copia exacta de Torrebruno como porque alguien ha encendido por sorpresa la Torre Eiffel y ahora la recorren infinidad de destellos de colores. Y es imposible no pensar que todo está por ella, para ella. Empieza a llover y qué. No como allá que cuando empieza a llover es como si nos negasen las horas de patio en la prisión.
Es evidente que una conspiración nos rodea, hay varios escenarios montados por la ciudad, hay algunos grupos musicales animando las calles, hay carteles similares por todos lados,... a la noche nos enteramos de que se trata de un maratón televisivo para recaudar fondos para alguna causa, no sé para qué, en Francia también se acerca la Navidad.

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo dos)


Las personas decadentes son aquellas personas que ya no son jóvenes pero que se comportan como si no fuesen conscientes de ello. Hay personas decadentes incluso de veinte años de edad, sobretodo en las escuelas de ingenieros, pero lo normal es que hayan alcanzado los treinta años. Las personas decadentes pueden esgrimir en su favor que son producto de la sociedad en la que vivimos que ha elevado la belleza juvenil a la categoría de bien supremo. La cosmética y la moda, pero también los automóviles, la música, etc. potencian, con un despliegue de marketing desmesurado, la idea de que la eterna juventud es posible y son muchas las personas que lo creen fielmente y que diferencian sin pudor una persona de sesenta años de hace treinta con una que tiene esa edad hoy en día obviando la importancia fundamental de la cosmética, y en ocasiones de la cirugía, en que hoy se crean más jóvenes. Actualmente, la asunción serena del envejecimiento, del deterioro físico y de la muerte es una excentricidad que muy pocos se permiten. Supongo que todo esto fermentará en el interior de estas personas y que un día de golpe, tras un proceso gradual no percibido por ellas,  se encontrarán frente a la realidad. Pero eso no pasa en público y menos en la televisión. La angustia no está de moda, se reserva para las soledades, para las terribles metáforas que son el paso del tiempo y la noche.

Tristezas, soledades, enfrentamiento de tristezas, de vacíos, de nadas. ¿Cuántos días nublados más puede soportar un hombre? Nunca deberíamos olvidar que caminamos solos aunque vayamos entrelazados, nunca lo olvidamos. Las tristezas se complementan para crear una tristeza total, completa, que no deja resquicios para la alegría. Si te ríes mucho pronto te helarán esa sonrisa, no está bien ser tan feliz cuando avanza marzo y el invierno sigue sin dar tregua. No tengo suficiente memoria para acordarme del calor, del sol que quemaba, me dicen, de las nubes de mosquitos junto al río, del olor de la primavera, de la sorpresiva visión de una araña o del canto de fondo de los grillos al ritmo de la temperatura. Hace tiempo que deje de mirar hacia la pantalla cuando voy al cine, ya he visto todas las películas y en todas salgo yo. Donde no estoy es en el patio de butacas, entre la gente. El silencio rodeando cada una de sus miradas, no de tristeza ni de odio, sino miradas de nada. Una de esas veces en las que su rostro (el de ella) se quedaba flotando en el aire y uno se olvidaba de su cuerpo y sólo veía esos ojos tan duros, tan crueles, tan de “baja de donde crees que estás y reconoce este horror, esta mediocridad, esta tristeza que me das y que otros sin duda me podrían curar”. La culpa, la culpa de su tristeza y entonces la culpa de mi agonía constante, de mi angustia, de mi ansia por ser más o por ser, por lo menos, algo se difumina como si ya no fuese en absoluto importante, supeditada a conseguir que ella sea feliz como si fuese mi responsabilidad como si la mediocridad de su vida fuese por mí, por estar a mí lado. Qué más quisiera yo que sacar mi estuche de témperas y pintar un enorme sol en el horizonte que caliente este aire helado e ilumine esta oscuridad agazapada que miente sobre los tamaños y los colores de los objetos. Que más quisiera yo que generar felicidad y ser feliz yo mismo. Si por mi fuera incendiaría todo para que suba la temperatura y desaparezca este plomizo cielo helado que nos hace andar encogidos como haciendo reverencias a no sé sabe qué, como pidiendo perdón por vivir o por haber sonreído desnudos en un lago una noche de verano. Y hasta da miedo mentar el estío cuando lo que se impone es este hastío, esta pereza de salir del calor de la cama para lanzarse al horror de la cara amoratada y de las manos secas pasto de los sabañones. A veces me quedo durante unos minutos mirándome en el espejo pero no consigo verme y, al final, aparto la mirada horrorizado y me lanzo a pensar en planos y presupuestos y lo que debo y lo que falta para el fin de semana. Cuánto daño me hace que ella no sea feliz y que yo no tenga alas. Este tiene que ser mi último invierno en este gélido quemadero de incienso a ritmo de campanadas que cuando se acaba el verano congela la vida y se recrea en la muerte.

Friday 20 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo uno)


Son cinco horas en tren. Al principio se siente cierto alivio porque ya se ha hecho lo que uno tenía que hacer, o sea conseguir llegar a la estación a tiempo, y ahora sólo queda esperar sentado a que otros hagan su trabajo. Pero después los paisajes que corren al otro lado de la ventanilla empiezan a resultar excesivos y la alta velocidad empieza a no ser suficiente. Crece la necesidad de cambiar de postura, de levantarse y dar unos pasos al menos hasta el servicio o hasta el bar. Los niños de los asientos próximos, aprovechando la patente que les da su infancia, son quienes reflejan con su creciente nerviosismo, con su frenética quema de etapas desde los dulces pasando por los libros de cuentos y los juguetes, que la única escapatoria que nos queda es dormir. Algunos de ellos, y también algunos adultos, lo consiguen. Entonces a mí me gusta imaginar sobre sus sueños, mirar sus plácidas caras que en ocasiones cambian de expresión e imaginar a donde les ha llevado Morfeo a jugar. Yo casi nunca consigo dormir en público aunque soy consciente de que sería lo mejor. Muchas veces he reflexionado sobre esto uniéndolo al hecho de que no me gusta que me toquen, me estremezco si alguien se acerca demasiado a mí e incluso si me rozo con alguien accidentalmente tengo el tic de pasar una de mis manos por la zona de contacto como para limpiarme. También me sobresalto fácilmente ante ruidos y ante silencios. A cambio de tanta excentricidad tengo unos buenísimos reflejos que me permiten destacar en aquellos juegos deportivos en los que éstos son fundamentales. Las estaciones en las que se detiene el tren no son en absoluto un alivio, se viven no como lugares sino como paradas y, por tanto, pérdidas de tiempo, retrasos, que alargan el viaje. Siempre he querido, pero aún no ha llegado el día en el que pueda hacerlo, viajar de otra manera, viajar por viajar. Me explico, siempre he querido que el viaje fuese el fin en sí mismo no como ahora que lo que quiero es llegar y el viaje es sólo un inconveniente inevitable. Montarse en un tren y dejar que este te vaya sugiriendo experiencias como si estuvieses ante el mostrador de una veloz delicatessen. Entonces parar en un lugar sería siempre una alegría, una puerta que se entreabre y se te ofrece para que entres y conozcas las calles y los monumentos de una nueva ciudad pero, sobretodo, para que veas a otras gentes e incluso quizás hables con ellas. Una invitación a pasar tangencialmente por la vida de otras personas que hablan en otras lenguas, que tienen otras costumbres. Y luego, transcurrido el tiempo que el viajero haya querido, volver al tren y abandonar esas sensaciones dejando que la ciudad se difumine en la lejanía para quedar guardada en algún punto de la mente mediante un contraste de luces o el olor de un bar o la textura de la piel de un brazo. Los revisores pasan varias veces, no sé como saben a quién le han pedido ya el billete y a quién no. Pero eso no me interesa, lo que me intriga es de dónde serán o si les gustará viajar o si alguna vez al llegar a una estación no han podido más y se han bajado del tren para corriendo dejarse engullir por las calles y así desaparecer para siempre obligando a la compañía de ferrocarriles a contratar a un nuevo empleado con la esperanza, supongo, de que le dure más. Claro que es falso que esta ensoñación la tenga con los empleados del tren, la verdad es que la he adaptado para este relato. Esto en realidad lo pienso sobre mí y es una idea recurrente desde, al menos, mis tiempos en la universidad. Cada mañana me levantaba aplastado por la rutina que inmediatamente me recordaba la consciencia, la salida del sueño. Todos los días, ya entonces, mientras desayunaba necesitaba pensar en que ese sería el día de la gran escapada, del final de la gris monotonía para sustituirla por una colorista vida de aventura. Mantenía esta ilusión hasta la última rotonda antes de llegar a la universidad, se me aceleraba el pulso conforme la iba viendo hacerse más grande. Si seguía recto cogía la carretera que iba al mar y después de ella estaba todo. Pero todos los días giré hacia la derecha y hoy tengo un título universitario aunque bien mirado es él el que me tiene a mí.

Saturday 14 September 2013

¿Qué va a pasar ahora?


¿Qué va a pasar ahora? ¿Se lo ha preguntado alguna vez? Quizás usted se enamore de mí aunque soy vieja, tan vieja. Todavía tengo un cuerpo desnudo y una sonrisa.- No hay duda sobre que va a anochecer, el alumbrado público se está encendiendo.- ¿Puede imaginarme joven y deseable?- Y me pasa una fotografía en blanco y negro de quien debe ser ella hace más de treinta años, desnuda. Son los mismos ojos. A quién sonreímos desde las viejas fotografías, obviamente a nosotros mismos pero también a los que las contemplarán en el futuro siendo jóvenes para que recuerden que el tiempo pasa mientras miramos.-Me la hice cuando mi novio, el que luego fue mi marido, estaba haciendo el servicio militar. Fui mi regalo de aniversario. 

Melancholia de Lars Von Trier


El Fin del Mundo (con mayúsculas),
los fines del mundo (diarios, instantáneos)
el paso del tiempo
la incomprensión
la falta de comunicación
la amargura
la lucidez ante la realidad
la asunción de la finitud, de la muerte, del carácter efímero.
Cuando se deja de poder representar el propio papel en la mascarada que es la vida.
Todos nuestros “fines del mundo parciales” se suman, el tiempo los suma. De modo que resulta que el Fin del Mundo es individual pero para cuando nos llega ya tenemos poco (“mundo”)que terminar.
Y todos esos fines del mundo parciales, definitivos individuamente, se unen para construir ese enorme planeta llamado Melancolía que acaba engullendo a la tierra en nuestro Fin del Mundo (que también es “parcial”, como especie).
(Como se ve en la película, mientras no observamos, mientras no medimos, vivimos felizmente ajenos a la realidad.)

En esta película me llama la atención la cuidada composición de las imágenes, de los encuadres. Y también la fascinante fotografía. Junto a esto la que quizás sea la principal característica del cine de Von Trier: su disección de los sentimientos humanos y de la dificultad (imposibilidad) de las relaciones (humanas).

Me gusta especialmente cuando de un conjunto de personajes (personas), por ejemplo en una fiesta o en una reunión, Von Trier elige a una y la miramos desde diferentes ángulos con la cámara al hombro y enfoca a sus ojos con primeros planos. De esta manera la extrae del conjunto y nos la muestra sola, incomprendida e incapaz de comprender, como estamos todos (perplejos ante el espejo que no nos refleja, que no refleja nada).


Saturday 7 September 2013

Alguna de esas distracciones imperdonables que pueden conducirnos al suicidio

Algunos textos de Oliverio Girondo


No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisiaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! - y en esto soy irreductible -no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
(...)
..., no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor mas que volando.


Jamás se había oído el menor roce de cadenas. Las botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al día siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le encontraba en el mismo sitio. El vino y los retratos envejecían con dignidad. Era posible afeitarse ante cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la carótida; pero bastaba que un invitado tocara la campanilla y penetrara en el vestíbulo, para que cometiese los más grandes descuidos; alguna de esas distracciones imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.


Yo no tengo una personalidad; soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
(...)
Y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto a las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante tengo que poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.