Friday 20 September 2013

Un niño solo en la sala de arte africano (capítulo uno)


Son cinco horas en tren. Al principio se siente cierto alivio porque ya se ha hecho lo que uno tenía que hacer, o sea conseguir llegar a la estación a tiempo, y ahora sólo queda esperar sentado a que otros hagan su trabajo. Pero después los paisajes que corren al otro lado de la ventanilla empiezan a resultar excesivos y la alta velocidad empieza a no ser suficiente. Crece la necesidad de cambiar de postura, de levantarse y dar unos pasos al menos hasta el servicio o hasta el bar. Los niños de los asientos próximos, aprovechando la patente que les da su infancia, son quienes reflejan con su creciente nerviosismo, con su frenética quema de etapas desde los dulces pasando por los libros de cuentos y los juguetes, que la única escapatoria que nos queda es dormir. Algunos de ellos, y también algunos adultos, lo consiguen. Entonces a mí me gusta imaginar sobre sus sueños, mirar sus plácidas caras que en ocasiones cambian de expresión e imaginar a donde les ha llevado Morfeo a jugar. Yo casi nunca consigo dormir en público aunque soy consciente de que sería lo mejor. Muchas veces he reflexionado sobre esto uniéndolo al hecho de que no me gusta que me toquen, me estremezco si alguien se acerca demasiado a mí e incluso si me rozo con alguien accidentalmente tengo el tic de pasar una de mis manos por la zona de contacto como para limpiarme. También me sobresalto fácilmente ante ruidos y ante silencios. A cambio de tanta excentricidad tengo unos buenísimos reflejos que me permiten destacar en aquellos juegos deportivos en los que éstos son fundamentales. Las estaciones en las que se detiene el tren no son en absoluto un alivio, se viven no como lugares sino como paradas y, por tanto, pérdidas de tiempo, retrasos, que alargan el viaje. Siempre he querido, pero aún no ha llegado el día en el que pueda hacerlo, viajar de otra manera, viajar por viajar. Me explico, siempre he querido que el viaje fuese el fin en sí mismo no como ahora que lo que quiero es llegar y el viaje es sólo un inconveniente inevitable. Montarse en un tren y dejar que este te vaya sugiriendo experiencias como si estuvieses ante el mostrador de una veloz delicatessen. Entonces parar en un lugar sería siempre una alegría, una puerta que se entreabre y se te ofrece para que entres y conozcas las calles y los monumentos de una nueva ciudad pero, sobretodo, para que veas a otras gentes e incluso quizás hables con ellas. Una invitación a pasar tangencialmente por la vida de otras personas que hablan en otras lenguas, que tienen otras costumbres. Y luego, transcurrido el tiempo que el viajero haya querido, volver al tren y abandonar esas sensaciones dejando que la ciudad se difumine en la lejanía para quedar guardada en algún punto de la mente mediante un contraste de luces o el olor de un bar o la textura de la piel de un brazo. Los revisores pasan varias veces, no sé como saben a quién le han pedido ya el billete y a quién no. Pero eso no me interesa, lo que me intriga es de dónde serán o si les gustará viajar o si alguna vez al llegar a una estación no han podido más y se han bajado del tren para corriendo dejarse engullir por las calles y así desaparecer para siempre obligando a la compañía de ferrocarriles a contratar a un nuevo empleado con la esperanza, supongo, de que le dure más. Claro que es falso que esta ensoñación la tenga con los empleados del tren, la verdad es que la he adaptado para este relato. Esto en realidad lo pienso sobre mí y es una idea recurrente desde, al menos, mis tiempos en la universidad. Cada mañana me levantaba aplastado por la rutina que inmediatamente me recordaba la consciencia, la salida del sueño. Todos los días, ya entonces, mientras desayunaba necesitaba pensar en que ese sería el día de la gran escapada, del final de la gris monotonía para sustituirla por una colorista vida de aventura. Mantenía esta ilusión hasta la última rotonda antes de llegar a la universidad, se me aceleraba el pulso conforme la iba viendo hacerse más grande. Si seguía recto cogía la carretera que iba al mar y después de ella estaba todo. Pero todos los días giré hacia la derecha y hoy tengo un título universitario aunque bien mirado es él el que me tiene a mí.

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