(…) Pero Nadja era pobre, lo que en los
tiempos que corren es suficiente como para fijar su sentencia, a poco que se le
ocurra no estar completamente en regla con el código imbécil del sentido común
y de las buenas costumbres.
(…)
En último término era diestra, siendo débil
hasta lo imposible, en aquel pensamiento tan suyo siempre, pero en el que yo no
había hecho más que alentarla con exceso, en el que demasiado la había ayudado
yo a imponerlo sobre cualquier otro: el de que la libertad, adquirida en este
mundo a costa de mil y una renuncias de entre las más difíciles, exige que
disfrutemos de ella sin restricciones durante el tiempo que podamos
conservarla, al margen de cualquier consideración pragmática, y ello porque la
emancipación humana, entendida desde el punto de vista revolucionario más
elemental a fin de cuentas, que no por ello deja de ser la emancipación humana
en todos sus aspectos, no
nos confundamos, según los medios de cada cual, sigue siendo la única causa digna de ser
servida.
(…)
Ahora bien, nunca supuse que ella pudiera
llegar a perder, o que ya la hubiera perdido, la gracia de ese instinto de conservación – al que ya
me he referido antes – que hace que después de todo mis amigos y yo, por
ejemplo, nos comportemos correctamente – contentándonos con mirar a otro lado – al paso de una
bandera, que no siempre la tomemos con quien nos venga en gana, que no nos
permitamos la alegría incomparable de cometer algún hermoso “sacrilegio”, etc.
(…)
Hasta ese día no había conseguido poner en
claro todo lo que, en el comportamiento de Nadja con respecto a mí, forma parte
de la aplicación de un principio de subversión total, más o menos consciente,
del que, como ejemplo, tan sólo escogeré este hecho: una noche en que conducía
un automóvil por la carretera de Versalles a París, una mujer a mi lado que era
Nadja pero que hubiera podido, ¿no es cierto?, ser cualquier otra, e incluso tal
otra, con su pie que
mantenía el mío pisando a fondo el acelerador, con sus manos que intentaban
tapar mis ojos, en el olvido que proporciona un beso sin fin, quería que
dejáramos de existir más que el uno para el otro, para siempre sin la menos
duda, que de aquella manera nos lanzáramos a toda velocidad al encuentro de los
más hermosos árboles. Qué prueba de amor, en efecto. Inútil añadir que yo no
accedí a semejante deseo. Es sabido en qué punto estaba yo en aquella época, en
qué punto he estado casi siempre, que yo sepa, con respecto a Nadja. No por
ello le estoy menos agradecido por haberme revelado, de un modo terriblemente
sobrecogedor, a qué nos hubiera conducido en aquel momento un común
reconocimiento del amor. Cada vez me siento menos capaz de resistir una
tentación semejante en todos los casos. Lo menos que puedo hacer es mostrar mi agradecimiento, en este
último recuerdo, a aquella que me hizo comprender casi hasta su necesidad.
Ciertos seres, excepcionales, que pueden esperarlo todo y también temerlo todo
los unos de los otros, se reconocerán siempre por una fuerza extrema de desafío.
Idealmente al menos, a menudo vuelvo a sentirme con los ojos tapados, al
volante de aquel automóvil salvaje.
Extractos de
Nadja
de André Breton
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