El
pasado viernes salí por los bares de los monstruos y bebí entre el humo
observando sus grotescos bailes. No es malo suicidarse cuando la vida de uno es
tan miserable. Mujeres enormemente gordas apretaban sus flácidos senos
comprimidos por la ropa ridículamente pequeña. Hombres malencarados miraban con
odio esperando la pelea para ser los gallos del corral. Toneladas de maquillaje
no podían, ni con la ayuda de las medias luces, ni de los destellos de
discoteca, ni de la casi oscuridad, esconder las arrugas de frustración de las
viejas, cada vez más viejas, mujeres. Cada vez más deformes, cada vez más
lejos. Qué más da para el polvo de desahogo del muchacho negro, rey de los
coños de las desesperadas. Como siempre yo os miro y, como siempre: yo no soy
de aquí. Podría entrar un cuerdo y matarlos a todos y yo me iría tan tranquilo
procurando no mancharme los zapatos al pasar entre sus cuerpos tan putrefactos
en vida… Cuántos divorcios acumuláis, cuántas mentiras. Un gordo viejo y calvo
deja que un pequeño musculoso sudamericano le frote la barriga con su paquete
prometido bajo los vaqueros. Salgo, irremediablemente salgo, me elevo, veo
desde fuera toda esta mascarada y si sostengo una mirada sólo encuentro dos
pozos vacíos. Cuerpos demasiado manoseados. La noche puede no acabar en este
antro de desesperación. Movimientos que pretenden ser sensuales, cuerpos que
creen atraer, canallas que creen dar miedo. Yo, sueño, mucho sueño, ganas de
dormir.
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