A la mañana siguiente, como
siempre, me desperté primero y la desperté para meterle algo de mi entusiasmo
por ver sitios, por saltar a la calle, por huir de la angustia que me produce
el sueño, tan parecido a la muerte. Pero esta vez ella estaba verdaderamente
cansada, le dolía todo el cuerpo. Me dijo que aún no se le había pasado lo del
día anterior y sólo se levantó para ir al servicio. Cuando salió yo ya estaba
vestido y sobón y pelma y nervioso y ella apenas conseguía zafarse de mis
abrazos y de mis preguntas. Al final alcanzó la cama y me dijo que necesitaba
dormir un poco más, que me fuera yo a desayunar y que después volviera a
buscarla. Además, me dijo, que tal y como se encontraba no iba a ser capaz de
tomar nada.
Baje a la calle y me senté
en un café, en una de esas terrazas callejeras que en París persisten en invierno
calentadas por enormes calefactores. Bajé con uno de mis cuadernos de hojas
lisas envuelto en la funda de cuero que N me regaló. Mi intención era escribir
mientras tomaba un café americano y un croissant. Como siempre en vez de
escribir estuve todo el tiempo mirando a los transeúntes y a las personas que
como yo permanecían sentadas mirando hacia la calle, auténticos voyeurs parapetados tras la
pobre excusa de un café o un té.
No me di cuenta cuando ella
se me acerco, para cuando la vi ya estaba a mi lado. Me dijo, con una de esas
voces enronquecidas por el tabaco, “yo también escribo”. Mi francés, a pesar de
tantos años de clases en la enseñanza obligatoria y de tantas horas en
academias particulares, y de tanto empeño que pongo a mi manera, es francamente
malo pero al menos me sirve para poder leer a Sartre, a Camus, a Baudelair, a
Raimbau,… en el idioma en el que escribieron, así me consuelo. Sin embargo, sí
fui capaz de entender esa inquietante frase que aquella voz tan rota, tan
áspera, dejó caer sobre mí.
Mientras lo decía
desapareció y apenas puede darme cuenta de que era la persistente mujer
vagabunda. Junto a mí quedo un paquete envuelto en papel de estraza que
resultaron ser unos cincuenta folios escritos a mano por las dos caras en los
que se contenía una historia titulada “Creación de una soledad”.
Inmediatamente empecé a
leerlo y las palabras me fueron atrapando llevándome a un estado de
concentración tal que cuando volví el último folio y traté de regresar a esa
realidad de tintineo de cucharillas, de desagradables gruñidos de la máquina
cafetera y de zumbido de conversaciones, me dolían los oídos.
Era la mujer, aquella mujer
del puente, de tantos sitios. Ahora se confirmaba que nos había estado
siguiendo. Y yo acababa de leer por qué, qué es lo que quería decir.
El texto contaba la historia
de la desaparición de un niño desde un punto de vista, el de ella. Si era
ficción era buena, si era un testimonio era enajenación mental. Si era cierto
era tan triste como para perder la vida y marginarse y vagabundear de dolor (si
no se es capaz de matarse). Si era falso y la historia era otra, era más
normal, era, por ejemplo, una muerte accidental del niño, su hijo, que ella no
había sido capaz de asumir y se había ido deshaciendo en el dolor de la ausencia,…
Si era, digo, falsa la historia, si no había una conspiración, si no había unos
extraterrestres con una secta de científicos en la tierra que le habían
secuestrado y que lo mantenían igual que hace treinta años… Si no estaba en un
estado entre la vida y la muerte, fantasmal, sólo visible para su madre y para
ciertas personas especialmente sensibles a lo no posible, a lo paranormal. Si…
qué más da, el dolor, la desolación, la destrucción de una vida,… las lágrimas
que quedaban en el papel convertidas en borrones de tinta, sí que eran reales.
Cuando subí a la habitación
y N ya estaba mejor y se estaba arreglando e iba a empezar otro día de paseos y
museos, no le dije nada porque no lo iba a entender o no le iba a interesar. Porque
la realidad ya se la estaba empezando a comer.
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