A la mañana siguiente nos levantamos pronto,
teniendo en cuenta que estábamos de vacaciones y que madrugar no es algo que
vaya con la forma de ser de N, y nos lanzamos a una nueva fría mañana parisina.
La temperatura tontea con los cero grados centígrados por lo que nos abrigamos
como para emprender una expedición a la Antártida. De todas formas ser de
nuestra ciudad ayuda mucho a enfrentarse a estos días helados más que fríos en
los que ni siquiera nieva y el cielo tiene un color gris blanquecino nada
recomendable para la rutina laboral pero mucho más llevaderos cuando lo único
que tienes que hacer es buscar un café en el que desayunar unos croissants y pasear con los ojos bien abiertos
disfrutando cada instante. Salimos del hotel y en la acera de enfrente tenemos
ese magnífico momento en el que decidimos, completamente a nuestro propio
albedrío, hacia donde ir. Qué diferencia comparado con esa forma atropellada de
salir de casa siempre tarde para llegar al trabajo y no poder descuidar ninguno
de los gestos tantas veces realizados con el fin de lograr fichar a tiempo. Nos decidimos por una calle situada
enfrente, a la izquierda, y comenzamos a descender por ella. Está muy
concurrida y a ambos lados hay puestos de venta de productos alimenticios. Yo
voy mirando hacia arriba por entre los edificios buscando las cúpulas del
Sagrado Corazón que es la principal visita que hemos pensado hacer hoy.
Mientras, N se acerca al tendero de un puesto de fruta y la pide cuatro
clementinas. La reacción de este señor, de rasgos físicos extraños, es pequeño,
calvo y bastante cabezón, es airada, de enfado, y N se queda completamente
contrariada en medio de la calle así que rápidamente intento bromear sobre lo
ocurrido para animarla y para que, además de sin mandarinas, no nos quedemos
también sin una mañana de vacaciones recién empezada.
El día se deja disfrutar en una sucesión de
descubrimientos continuos en la que las casas, las calles y los jardines son un
decorado y las demás personas son figurantes. Seguramente hay muchos vagabundos
y muchas mujeres solas pero no podemos verles porque estamos dentro de la
unidad que formamos como pareja.
La luz del cielo se atenúa y comienza el
patético esfuerzo de las farolas callejeras de tenue luz amarillenta por
iluminarnos.
Llega la noche y decidimos
disfrutarla. Por fin pruebo un bloody Mary y, como era de esperar en una bebida
que es fundamentalmente zumo de tomate, me gusta. Años después conocería a un
imbécil que me dijo que era una bebida de mujeres, uno de esos cretinos que en
su debilidad mental necesitan clasificar todo por, para, géneros (o sea,
alguien bien arraigado en la sociedad, no un antisocial como yo).
Hay dos noches, en realidad:
la que reconstruyo en mi mente soñadora y la que me traen los hechos recordados.
Lo cierto es que N no se sintió bien en ningún momento.
Cenamos en un pequeño
restaurante de paredes lisas, pintadas de blanco, y con vigas de madera vieja,
igual que las puertas y las ventanas. Un lugar acogedor, levemente iluminado
mediante pequeñas velas cuyas llamas oscilaban suavemente como la música chillout de fondo creando un
agradable ambiente. Esto, junto con la euforia que me produce estar en París y
con la ayuda de un excelente vino tinto francés, abrieron las compuertas a mi
pretendidamente lúcida verborrea sobre infinidad de temas que había ido
rumiando en mis soliloquios y que, como tantas otras veces, soltaba en brutal avalancha sobre el silencio
ausente de N.
Últimamente N está
preocupada porque cree que el vino le sienta mal así que apenas bebe un par de
sorbos para detener mi infantil insistencia en que no se podía perder un vino
tan bueno, en que debía paladearlo, en qué bien iba con esa carne tan sabrosa
cocinada con una agradable salsa dulce que resultaba sugerente y deliciosa
debido al contraste.
Al final algo, quizás el
vino, le sentó mal y todo el resto de la noche fue una negociación continua de
cada instante para ir alargando lo que para mí era una fantástica noche
parisina y para ella, creo, un calvario hasta llegar a la cama y poderse volver
hacia su lado y dormir concediéndome el privilegio de poderla abrazar por
detrás.
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