Un niño solo en la sala de arte africano del
museo del Louvre de París. Una pareja, nosotros, que le espiamos. Sus
movimientos son muy graciosos, es como una caricatura de una persona mayor.
Viste con una alegre ropa verde y para colmo lleva un gracioso maletín de color
rojo brillante. Como mucho tendrá cinco años y habla entusiasmado con una
extraña escultura específicamente traída desde el corazón de África para
escuchar a este hombrecito rubio que cuando termina su conversación recoge su
maletín y se va. Yo aprovecho para acercarme más a N y abrazarla y para acercar
mi mejilla a la suya y disfrutar de este momento de complicidad en la mirada,
de esta evasión de este apabullante museo de muertos en el que la adormecida
masa multirracial se agolpa frente a un cuadro ridículo en su pequeñez y en la
sobriedad de sus colores que muestra, según dicen, una sonrisa enigmática. No
sé qué quieren decir, no sé qué fija el valor de los cuadros cuando este se
universaliza. Yo sólo entiendo las sensaciones individuales y mi recuerdo del
Louvre es el niño del maletín rojo. Mientras le observamos parece que somos los
únicos que le vemos y es inevitable para una mente enfermizamente fantasiosa
como la mía especular con la posibilidad de que en realidad no esté ahí, de que
sea un fantasma, de que sea realmente un espíritu entre esas esculturas que
probablemente tengan un sentido religioso. Inmediatamente me acuerdo de que no
es la primera vez que esto nos pasa. Recuerdo que en nuestra ciudad también
solía haber un señor mayor que siempre iba elegantemente trajeado y que solía
estar sentado solo en sitios extraños y junto al cual todo el mundo pasaba como
si no existiese. Me recreo unos instantes en esta ensoñación, después beso a N
y nos vamos del museo.
N por las calles de París parece realmente
contenta, fascinada ante cada nuevo hallazgo. Tan contenta ante un enorme café
con leche como ante la maraña de señoras que quieren hacerse con la mejor
prenda de entre un enorme montón de ropas en oferta. Enjambre de mujeres que
pelean la mejor prenda vigiladas por un enorme vigilante negro ridículo allí,
en vez de en la puerta de una discoteca o tras las espaldas de un político.
Feliz, lo mismo porque hemos encontrado un pequeño restaurante italiano
atendido por una copia exacta de Torrebruno como porque alguien ha encendido
por sorpresa la Torre Eiffel y ahora la recorren infinidad de destellos de
colores. Y es imposible no pensar que todo está por ella, para ella. Empieza a
llover y qué. No como allá que cuando empieza a llover es como si nos negasen
las horas de patio en la prisión.
Es evidente que una conspiración nos rodea,
hay varios escenarios montados por la ciudad, hay algunos grupos musicales
animando las calles, hay carteles similares por todos lados,... a la noche nos
enteramos de que se trata de un maratón televisivo para recaudar fondos para
alguna causa, no sé para qué, en Francia también se acerca la Navidad.
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