Son cinco horas en tren. Al principio se
siente cierto alivio porque ya se ha hecho lo que uno tenía que hacer, o sea
conseguir llegar a la estación a tiempo, y ahora sólo queda esperar sentado a
que otros hagan su trabajo. Pero después los paisajes que corren al otro lado
de la ventanilla empiezan a resultar excesivos y la alta velocidad empieza a no
ser suficiente. Crece la necesidad de cambiar de postura, de levantarse y dar
unos pasos al menos hasta el servicio o hasta el bar. Los niños de los asientos
próximos, aprovechando la patente que les da su infancia, son quienes reflejan
con su creciente nerviosismo, con su frenética quema de etapas desde los dulces
pasando por los libros de cuentos y los juguetes, que la única escapatoria que
nos queda es dormir. Algunos de ellos, y también algunos adultos, lo consiguen.
Entonces a mí me gusta imaginar sobre sus sueños, mirar sus plácidas caras que
en ocasiones cambian de expresión e imaginar a donde les ha llevado Morfeo a
jugar. Yo casi nunca consigo dormir en público aunque soy consciente de que
sería lo mejor. Muchas veces he reflexionado sobre esto uniéndolo al hecho de
que no me gusta que me toquen, me estremezco si alguien se acerca demasiado a
mí e incluso si me rozo con alguien accidentalmente tengo el tic de pasar una
de mis manos por la zona de contacto como para limpiarme. También me sobresalto
fácilmente ante ruidos y ante silencios. A cambio de tanta excentricidad tengo
unos buenísimos reflejos que me permiten destacar en aquellos juegos deportivos
en los que éstos son fundamentales. Las estaciones en las que se detiene el
tren no son en absoluto un alivio, se viven no como lugares sino como paradas
y, por tanto, pérdidas de tiempo, retrasos, que alargan el viaje. Siempre he
querido, pero aún no ha llegado el día en el que pueda hacerlo, viajar de otra
manera, viajar por viajar. Me explico, siempre he querido que el viaje fuese el
fin en sí mismo no como ahora que lo que quiero es llegar y el viaje es sólo un
inconveniente inevitable. Montarse en un tren y dejar que este te vaya
sugiriendo experiencias como si estuvieses ante el mostrador de una veloz
delicatessen. Entonces parar en un lugar sería siempre una alegría, una puerta
que se entreabre y se te ofrece para que entres y conozcas las calles y los
monumentos de una nueva ciudad pero, sobretodo, para que veas a otras gentes e
incluso quizás hables con ellas. Una invitación a pasar tangencialmente por la
vida de otras personas que hablan en otras lenguas, que tienen otras
costumbres. Y luego, transcurrido el tiempo que el viajero haya querido, volver
al tren y abandonar esas sensaciones dejando que la ciudad se difumine en la
lejanía para quedar guardada en algún punto de la mente mediante un contraste
de luces o el olor de un bar o la textura de la piel de un brazo. Los revisores
pasan varias veces, no sé como saben a quién le han pedido ya el billete y a
quién no. Pero eso no me interesa, lo que me intriga es de dónde serán o si les
gustará viajar o si alguna vez al llegar a una estación no han podido más y se
han bajado del tren para corriendo dejarse engullir por las calles y así
desaparecer para siempre obligando a la compañía de ferrocarriles a contratar a
un nuevo empleado con la esperanza, supongo, de que le dure más. Claro que es
falso que esta ensoñación la tenga con los empleados del tren, la verdad es que
la he adaptado para este relato. Esto en realidad lo pienso sobre mí y es una
idea recurrente desde, al menos, mis tiempos en la universidad. Cada mañana me
levantaba aplastado por la rutina que inmediatamente me recordaba la
consciencia, la salida del sueño. Todos los días, ya entonces, mientras
desayunaba necesitaba pensar en que ese sería el día de la gran escapada, del
final de la gris monotonía para sustituirla por una colorista vida de aventura.
Mantenía esta ilusión hasta la última rotonda antes de llegar a la universidad,
se me aceleraba el pulso conforme la iba viendo hacerse más grande. Si seguía
recto cogía la carretera que iba al mar y después de ella estaba todo. Pero
todos los días giré hacia la derecha y hoy tengo un título universitario aunque
bien mirado es él el que me tiene a mí.
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