Al principio la verdad es que la señora no me
llamó la atención. Estaba como nosotros mirando hacia el Sena apoyada sobre la
barandilla del Pont Neuf, a nuestro lado. No sólo mirábamos el río, mirábamos
los demás puentes, mirábamos Notre Dame, mirábamos el Louvre, mirábamos los
barcos de turistas que el frío había prácticamente vaciado. Yo miraba más que
nada el agua y me fui dejando llevar por la visión hipnótica del fluir del
agua. Estaba en mis pensamientos, en mi recuerdos y en intentar saber qué
estaría pensando N. Los dos, uno al lado del otro, tan cercanos y tan alejados.
Me gustaría pensar que conectados de alguna manera. No sé qué, quizás la visión
del río, o ese momento de descanso apoyados en la barandilla, o la tristeza del
plomizo cielo parisino, le hizo a N recordar al niño del Louvre y empezamos a
hablar sobre él. No me di cuenta de que la señora permanecía a nuestro lado.
-
Estaba
pensando en el niño del Louvre, ¿crees que estaría solo?
-
No
sé, supongo que estarían por ahí sus padres o alguien pero podemos fantasear
con que estaba solo. Bueno, acompañado por la escultura aquella con la que
hablaba tan animando.
-
Pero
es rara la indiferencia de todos los que le rodeaban y como se fue, él solo con
su maleta.
Todo esto dicho sin mirarme, con la vista
fija en el agua. Yo sí que me volví hacia ella. Me sorprendió el tono, la
importancia, con la que dijo esas palabras. Y después me sorprendió, como
siempre, el silencio. Los silencios de N son demoledores, uno tiene la
seguridad de que significan mucho más que sus palabras y, lo que es más
angustioso, que ella siente que dice mucho más durante esos instantes eternos
en los que sus labios están juntos. Entonces hay que estar a la altura y ser
ese ser que ella en el fondo espera encontrar, un ser capaz de escucharla
nítidamente mientras calla. Yo intento parar la locura de mis ensoñaciones y
soliloquios para atravesar todas esas barreras invisibles que me separan de
ella. Pero la mayoría de las veces sólo siento la soledad y la lejanía y
empiezo a caer en una espiral blanca que rota lentamente sobre un fondo azul
que se oscurece. Como el cielo de París en esta tarde que se nos escapa de las
manos. Algún turista solitario nos saluda desde el barco mientras llena su
cabeza de los mismos recuerdos que nos llevamos todos de esta ciudad de
ciudades por la que yo paso, como por todas partes y como junto a todas las
personas, tangencialmente. El río fluye pero yo puedo convencerme de que es el
puente el que se mueve con estas tres figuras oscuras. Es como si fuésemos
pescadores que en vez de cañas lanzan miradas, miradas que sólo pueden ser
melancólicas. Es imposible no cuestionarse el tiempo y el espacio. Todo se
detiene y se asienta en algún lugar de la mente de quien lo ha saboreado o
visto u olido. O de quien ha sentido el dolor, u oído las palabras. Cuánta pena
puede haber en un niño alegre con un maletín rojo. Pero la vida tira de
nosotros y con uno de sus hilos levanta mi brazo que se posa en el hombro de N
y, antes de que yo pueda ser consciente de ello, ya le he dado un beso en la
mejilla y otro, avanzando hasta su boca, para poder ver su rostro y, obviando
algo que parece el inicio de una lágrima, que tanto pude haber hecho el viento
como la tristeza, le propongo que acabemos de atravesar el puente y sigamos.
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